Oro
Zimrhy Sylvana Gil Matuz / Lic. en Pedagogía
El oro es mi color favorito, siempre he creído que es el más bonito.
Como el oro, son los rayos del sol.
Como el oro, brillan tus ojos cuando hablas de lo que amas hacer.
De oro, creo firmemente, está hecho tu corazón cuando me demuestras tu querer.
Como oro valen para mí tus abrazos, tus palabras, tus detalles,
tu admiración, tu comprensión.
Y si tengo que dar otra razón…
Oro, y oro por ti cada noche: por tu vida, tu compañía, tus sueños y mil cosas más.
Para mí, vale más que el oro todo lo que tú me das.
Dentro de mi
Daniel Maza Pérez / Lic. en Pedagogía
Dentro de mí, con todo mi corazón,
intento gritarte que te amo,
pero algo en mí — ¿será el ego? ¿el miedo? —
me ata los labios, me deja callado.
No tomes mi silencio por indiferencia,
es solo mi alma en lucha,
mi torpeza frente al abismo
de las emociones que no sé nombrar.
Es inmadurez, tal vez,
o el temor de desnudar mi fragilidad,
pero cada latido, cada suspiro,
lleva tu nombre como un eco vital.
Te amo en el secreto de mi ser,
aunque aún no encuentre las palabras
que puedan hacerte entender
¿Cómo puedes nombrar esto?
Sergio Pérez Méndez / Lic. en Lengua y literatura hispanoamericanas
Fue a la ventana al escuchar un auto pasar y sólo alcanzó a verle las luces traseras. Se quedó ahí parado con los dedos y la nariz sobre el marco, observando la solitaria calle iluminada por las luces amarillas de las casas y los árboles moviéndose por el viento nocturno. A lo lejos se escuchaban más autos pero ninguno se acercaba.
—Ven, siéntate ya no tardan en llegar —le dijo su abuela, con voz suave.
—Cierra la ventana, entra frío —dijo su hermano mientras veía la televisión y comía su pan con café.
El chico se limpió los mocos con la mano, sus ojos estaban llorosos pero no sentía frío, de hecho se sentía más caliente de lo normal. Cerró un poco la ventana sólo dejando un espacio para ver.
—Abu, ¿por qué tardan mucho? —dijo.
Su hermano se levantó para ir por otro pan. La abuela, en su pequeña silla de madera, le hizo un gesto para que se acercara, pero el niño se quedó en su lugar.
—Porque tienen que trabajar —respondió la abuela—, y trabajan lejos, por eso salen muy temprano cuando se van.
—Pero otros días llegan más temprano.
—Sí, pero tal vez tuvieron que hacer algo, no sabemos, a veces es así. Pero no creo que tarden mucho.
El chico escuchó el rumor de un carro a lo lejos, miró con esperanza por la rendija. Un bocho pasó e incluso pudo ver al conductor quien se alejó sin saber que era observado. Puso la frente sobre la orilla de la ventana, entonces escuchó el sonido de una camioneta acercándose, alzó la vista, la luz de unos faros se hicieron más intensos hasta que el carro se detuvo un momento, para luego estacionarse en el patio de la casa.
—¡Ya llegaron! —dijo y salió presuroso a recibirlos.
—Con cuidado, espera que apaguen el carro —dijo la abuela saliendo tras él, con las manos extendidas queriendo alcanzarlo.
Su hermano los vio salir mientras chopeaba su pan.
El chico esperó a que el motor se apagara, tomó las manos de la abuela que se habían posado en su pecho para detenerlo. Una vez se abrieron las puertas se zafó del abrazo y corrió con sus padres, primero con mamá.
—¿Cómo estás? —dijo la madre cargando a una pequeña niña dormida, como pudo abrazó al pequeño—. Tu papá trae una sorpresa.
—Papá ¿qué traes? —dijo al verlo llegar con una caja.
Papá se lo entregó. Adentro había un perrito que respiraba con agitación, apenas pudo voltear a ver al niño y volvió a esconderse entre sus mantas. El chico corrió con la caja para enseñárselo a su hermano. Ambos acariciaron el pelaje blanco y rizado del cachorrito.
—Creo que tiene miedo —dijo el hermano a sus padres cuando los vio entrar— hasta le salen mocos.
La abuela traía consigo a la pequeña niña que despertaba, mientras mamá y papá cargaban sus maletas. El padre se acercó a la caja para observar, mientras ponía las manos en cada cabeza de sus hijos para revolverles el cabello.
—Tal vez se mareó con el viaje, se pondrá bien —dijo.
—Ya van a tener con quien jugar —dijo mamá al verlos—. Mientras búsquenle un nombre.
—Tu piensa —dijo el hermano al chico.
El chico se pasó el rato acariciando al perro mientras imaginaba qué nombre podría ser el mejor, le limpiaba la nariz chorreante y lo sentía temblar cada poco con más intensidad. No quiso despegarse pero tuvo que ir al baño, de camino repasó todos los nombres que conocía y al terminar, mientras se lavaba las manos el nombre perfecto le llegó a la cabeza y corrió hasta la caja.
—Ya se cómo te llamarás —dijo.
Pero antes de poder nombrarlo vio al cachorrito con los ojos cerrados, le acarició el pecho, estaba inmóvil, entonces observó la lengua rosada sobresalir del hocico.
—¿Qué le pasó? —dijo a los demás.
La familia se acercó a ver. El padre tomó al cachorrito, lo palpó, intentó sentirle el aliento, abrirle los ojos y la mandíbula, le masajeó el pecho, lo sacudió suavemente y le dio unos golpecitos, pero fue imposible, el perrito no reaccionó.
—Creo que nos lo dieron ya enfermo —dijo con un resoplido mientras lo devolvía a su caja—. Ponte un suéter, vamos a llevarlo aquí al basurero —le dijo al hermano mayor.
El chico insistió en ir con ellos y el padre terminó por aceptar, mamá le puso un suéter y un gorro. Los tres salieron a la calle y llegaron al basurero, depositaron la caja entre unos arbustos y el chico acarició con suavidad al cachorrito inerte. Luego volvieron a casa con el padre abrazando a los hermanos.
La serpiente y la espada
Valeria Grajales Rodríguez / Lic. en Lengua y literatura hispanoamericanas
En las profundidades de un frondoso y nebuloso bosque, se ocultaba un risco cuya cima estaba coronada por un viejo castillo abandonado. En su interior, envuelta entre enredaderas y telarañas, se encontraba una espada cuyo mango estaba decorado con oro y joyas. Esta tenía un poder inmenso, el cual, se decía, podía otorgarle a su portador la capacidad de controlar las fuerzas de la naturaleza. Esto se convirtió en una leyenda muy famosa en distintas partes del globo, por lo que muchos comenzaron a anhelar tal poder, incluyendo a Áspid, la protagonista de esta historia.
Áspid era una criatura del bosque, una serpiente que podía adquirir forma humana. Llevaba una vida relativamente tranquila, pero al enterarse de la pregonada leyenda, no pudo evitar sentir curiosidad. Y más aún cuando se dio cuenta de que el lugar mencionado en la historia coincidía con el bosque donde residía, incluso el castillo mencionado, en el cual nunca había entrado por falta de interés. Reflexionó un rato, hasta que tomó una decisión: ella se adueñaría de la espada, ya que quería proteger su hogar, constantemente amenazado por la presencia de humanos codiciosos que cazaban desmedidamente y talaban árboles para tener más parcelas para su ganado. Además, ella no podía acercarse al pueblo más cercano, pues su condición de serpiente hacía que la gente le tuviese miedo, y en muchas ocasiones, tratara de matarla.
Se adentró en el oscuro castillo, repleto de murciélagos y lamentos fantasmales. Subió por una extensa escalera de caracol, esquivando los escombros que caían de vez en cuando. Con un cuchillo hecho de piedra, cortó las plantas que bloqueaban el camino para, finalmente, llegar a la habitación más elevada del recinto. Al visualizar la espada frente a ella, quedó deslumbrada por su belleza; era algo realmente hipnótico. Tras unos momentos de estupefacción, comenzó a analizar el lugar, tratando de encontrar trampas. Al no hallarlas, tomó la espada sin más. Incluso pensó: “¿Así de fácil?”. Por lo que comenzó a caminar hacia la salida, hasta que, de pronto, sintió que algo tomó control de su cuerpo. Sus pensamientos fueron invadidos por el odio, un odio dirigido a los humanos. Fuera de sí, corrió a una velocidad sobrehumana hacia el pueblo más cercano, dando inicio a la masacre.
EL CLUB DE LAS NUEVE
Francisco Alejandro Michel Torres / Lic. en Comunicación
Para Sam era bastante común salir de clases después de las nueve de la noche. Vivía al otro lado de la ciudad y el transporte era lo bastante escaso a ciertas horas nocturnas, todos los días para regresar a casa debía subir hacia la colina de la que se encontraba por detrás de su escuela. Solo, sus compañeros tenían la suerte de vivir cerca, digamos también que Sam era un chico bastante tranquilo y de pocos amigos; tenía una apariencia clásica de un nerd, lentes redondos que ocupaban casi su rostro pálido y con cierta ternura en sus ojos, poseía un peinado con suficiente gel para evitar que el viento le volara toda su cabellera.
Aquel día Sam tuvo la suerte de salir de clases una hora antes, sabía que su mamá llegaría tarde y que tardaría lo suficiente en preparar la cena. Solo media hora, pensaba Sam; iría a la biblioteca y estudiaría el poco tiempo que podía tener para una prueba final que tenía al día siguiente. Sabía que, si se pasaba más de la hora, tendría que tomar varios transportes que pudiesen dejarlo cerca de su casa.
La biblioteca no cerraba sino hasta las nueve de la noche, Sam seguía un estricto cronometro en su celular para no pasarse de la hora… El libro el cual era más grueso que todos los que Sam había leído en ese semestre, era confuso en leer, Sam le llevaba mucho tiempo entender lo que trataba de explicar ese ejemplar. Se le empezaron a ir las horas, que solo levanto la cabeza, asustado y miro su dispositivo. Con la expresión que Sam tenia, parecía como si hubiese visto un muerto levantarse, Solo guardo sus cosas en su mochila sin un orden aparente y sus piernas reaccionaron antes que el resto de su cuerpo, sabía lo que significaba, sabía que llegaría aún más tarde y le tocaría cenar solo.
A Sam no le gustaba subir la colina. Tenía que hacerlo todos los días, pero era un sufrimiento constante en sus propios pensamientos. Desde que llego a la universidad, se corría el rumor del famoso “Club de las nueve”. Quienes se reunían al terminar todas sus clases, hacia una extraña cueva no tan profunda la cual se separaba del camino al llegar al pico de la colina.
Sam era ingenuo y muy incrédulo, el tenía la creencia que eran estudiantes de varias carreras que buscaban reunirse cada noche para estudiar lejos de los duros regaños de los prefectos y de los vigilantes que estuviesen de turno. Todas las noches, Sam siempre se separaba del camino de la colina mucho antes de llegar a la cima; tardaba más en salir hacia la parada, pero para el significaba estar seguro. Sabía que, si ese famoso club de las nueve lo veía, lo terminarían golpeando para no delatar su escondite.
Aquella noche la cual Sam salió tarde de la biblioteca, al empezar a subir la típica colina vieja, solo se percataba de que esa famosa cueva estaba totalmente a oscuras y por primera vez; decidido continua por el mismo camino recto pero empinado que había, Sabia que no había nadie esta vez, pero no quiso arriesgarse. Solo siguió sin mirar atrás, pero con sus piernas caminando más y más rápido para salir de esa zona hostil.
Cuando empezó a acercarse cada vez a esa cueva de paso, en su caminar solo sentía ramas y ramas desquebrajándose sobre la suela de sus zapatos; no le parecía extraño, sabía que ese lugar era un bosque frondoso. Hasta que, en su siguiente paso, una rama lo suficiente grande y gruesa le impedía romperse con la presión del zapato, Sam lleno de esa curiosidad que caracterizaba al joven, quedo viendo fijamente el suelo, notando un blanquecino y agrietado cráneo humano. La mirada de Sam estaba perpleja, más pálido de lo que yo era y su expresión más alargada de lo normal, sin saber que hacer, notando la vejez de ese fósil; sigue caminando rápidamente sin regresar la vista a esa escena de horror notando en su siguiente camino, varios huesos de todas las partes del cuerpo rebalsando el suelo de tierra, acompañados de sangre la cual parecía seca a excepción de la que Sam se encontró en el último tronco antes de bajar e irse lejos de ahí. La sangre estaba fresca con un símbolo marcado con la misma sustancia rojiza. Un seis marcado con líneas gruesas y bruscas.
Sam se sentía aliviado, lo horrible ya había pasado, solo quedaban 100 metros hacia abajo para encontrar su parada y estar a salvo. Algo está pasando, aquella bajada típica de la universidad no estaba. La colina se repetía de nuevo, era un bucle. Sam con lágrimas en los ojos solo quería irse a casa, corriendo como si fuese un atleta olímpico, ignorando el sonido de aquellos huesos fracturados. La colina no terminaba y un calor insoportable como el mismo infierno se hacia presente. Sam no aguanto más y cae dormido…
Al despertar, solo se encontraba dentro de la cueva sentado de frente a humanoides flacos y desnutridos, pero de apariencia juvenil al igual que él. Mirando a Sam con deseos de apetito, mientras una figura con cuernos, completamente negra y alta lo observaba tras el humo de la fogata.
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