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  • Cuentos

    Francisco Alejandro Michel Torres

    Licenciatura en Comunicación

     

    Esos atroces chupa sangres eran iguales a nosotros hace mucho tiempo. 

    Pasé años tratando de resolver esta pregunta, no hallé la respuesta exacta... Ahora quiero decírtela a ti, y dejarte igual de confundido a cómo me encontraba. ¿Los vampiros existen?

    Me encuentro escribiendo esto, desde el pequeño sótano de mi hogar, con mi antigua pero funcional máquina de escribir. Hace un par de años, me encontraba dando clases de historia universal a un grupo de mocosos que dicen ser de primer año. Nos encontrábamos estudiando prehistoria, y uno de esos chiquillos se atrevió a lanzarme esa pregunta:

    “¿Los vampiros existen?”

    Riendo a carcajadas delante de su estúpida cara, en mi cabeza solo decía: – ¡¿Qué carajo tiene que ver eso, con la clase?! – ¿Se habrá fumado algo antes de que sonara el timbre?, ¿Debería de suspenderlo por no prestar atención?

    Pero ahora que lo menciono, sí tenían algo que ver... Los vampiros, claro. Estábamos estudiando detenidamente la edad de hielo. Cuando regresé a mi apartamento, no comí, ni bebí nada, ni siquiera eché la siesta. Agarré uno de los polvorientos libros de historia que tenía sobre la vieja estantería de madera y comencé a repetir la pregunta una y otra vez sobre mi cabeza.

    Seguramente si te pido que imagines a un vampiro, una criatura de la noche, pensarás en un ser mitológico, macabro, antirreligioso, con facciones inhumanas y difíciles de creer. Pero, si te dijera que esos atroces chupasangres eran iguales a nosotros hace mucho tiempo, ¿Me creerías? Los neandertales. Ya sabes, aquellos se- res humanos que vivieron hace 400.000 mil años. Y que se atrevieron a demostrar que eran los más parecidos a nosotros. Quizá con un poco de angostura en su cuerpo y rostro más ancho, pero seguían siendo parecidos.

    Esos intelectuales que se dicen ser arqueólogos, afirman que los neandertales eran una especie muy inteligente y sanguinaria. Pero, esos estúpidos no saben ni por qué ni cómo. Yo les contaré la verdad, pero no prometo que me crean. Ya se los dije, nunca supe el veredicto final.

    Era un invierno extremadamente frío, el viento corría muy fuerte en ambas direcciones, cegando la vista de quien pasara por ahí. Un grupo de hombres primitivos con apenas un poco de ropa, desgarrada, abrazándose los unos a los otros mientras caminaban, con la barba blanca de tanta nieve, llegándoles hacia el pecho y el cabello hacia los hombros. Exhaustos, sin esperanza de refugio, algunos caídos en el suelo, otros con un poco de fuerza para seguir, llegaron a una cueva.

    Era profunda sí, oscura, también. Pero era suficiente para pasar la noche. El grupo sonrió y corrieron de prisa junto a algunos hombres caídos y desmayados de la hipotermia. Pasada la noche. Estaban sentados sobre sus piernas, saboreando entre sus manos y rostros, el brillante calor de la fogata. Lo que no contaban, es que aquel día, no se encontraban solos. Un desagradable Olor brotaba de entre las paredes rocosas de la cueva, como si de un cadáver se tratase. Los hombres solo degustarían esa noche por la baja temperatura del exterior, así que... no les importaba, Pasaban murciélagos muy fugaces alrededor de la fogata y estuvieron siendo una maldita alimaña toda la noche.

    A la mañana siguiente, la cueva estaba siendo iluminada con una pequeña pero brillante ráfaga de luz que apenas y entraba. La fogata estaba deshecha, llena de ceniza de lo más gris posible. Nadie respondía al calor matinal, tiempo para volver a cazar y sobrevivir. Parecían estar muertos, sin aire, apilados uno encima del otro, con múltiples marcas en el cuello, que desprendían sangre fresca. Enseguida un hombre logró despertar, aturdido, tocándose la cabeza, con náuseas, pero sin ninguna marca de herida. En lugar de salir de la cueva, solo se cubrió con su brazo pálido y musculoso la cara y se adentró a las profundidades de la cueva.

    Lo que pasó ahí... nadie sabe... Todavía se afirma que la época glacial había acabado con los primitivos, o seguramente habrían muerto por algún animal pesado. Pero le creo a ese mocoso de pacotilla, seguramente obtendrá diez en su tarea. Los vampiros fueron quizá una raza más antigua de la que desconocemos. Lo que se haya encontrado en esa cueva es incierto, algún murciélago traía un virus vampirezco o alguna otra cosa boba. Pero más que tomarlo como un cuento de fantasía de adolescentes, deberíamos andar con cuidado... digo, no se sabe si aún queda alguno de ellos con vida hasta donde tenemos registro, y se haya apoderado de un pobre profesor de historia, fracasado como escritor, pero, ¿Quién sabe? ¿No lo crees?

     

    Sergio Omar Pérez Méndez

    Lic. Lengua y Literatura Hispanoamericanas

     

    Su rostro redondo parecía terso, sin imperfecciones, ni siquiera la sentí humana.

    Sus cabellos negros caían ondulados sobre sus hombros como la noche sobre las montañas. Sus labios ¡oh!, sus labios sin grietas, ni delgados ni gruesos, pintados de gris, nunca vi ese color ser tan hermoso más allá de ese momento, brillaban igual a las nubes de lluvia aglomeradas afuera. Sentí arder mis ojos, aparté la vista mientras la suya seguía fija en mí.

    —¿Nervioso? —preguntó— ¿por qué?

    —No sé —vacilé.

    Si decía algo más mi voz temblaría, eso no sucedía desde que era niño y veía a mi padre con cinturón en mano.

    —No lo estés, no serás castigado —se inclinó como para ver a través de mí, sentí calor, no como el de mediodía, sino uno suave y dócil, tal cual un arrullo—. Me gusta tu música, este libro. Va con el día. Quizás debía ser así, la lluvia me encontraría aquí y me haría quedarme contigo.

    Habló de una casualidad como si estuviera predestinada y yo, que nunca creí en el destino, lo acepté como una verdad. La lluvia menguó, temí por el porvenir. El aroma a tierra mojada llegó, mezclándose con su perfume de vainilla e inundó la habitación. Vi en sus facciones algo sobrenatural, indescifrable.

    —Pronto te irás —dije sin querer.

    La lluvia atenuó, se hizo lejana.

    —¿Me dejarás ir?

    —No, sí, no sé, quiero decir que la lluvia ya paró —descubrí mi temor: era quedarme sin ella.

    —Claro, debe ser así también, cuando la lluvia para me voy con ella. Así fue siempre y lo será por mucho tiempo más. Y tú, ¿quieres que me vaya?

    —No —esta vez el corazón habló por mí.

    —Hoy, ahora, estoy justo aquí —se agazapó en el sillón como una felina—. El pasado, la lluvia, existen solo en la memoria. El futuro parece siempre llegar tarde —su voz era suave ahora, lejana—. Pronto ya no estaré aquí, volveré a casa y todo quedará en pausa. ¡Ah, presente hermoso!, en su fugacidad se guarda un dolor que deja una marca eterna.

    No tuve idea de a qué se refería, pero sentí quebrarse algo en mi interior y dejar un vacío.

    —¿Volverás? —alcancé a decir cuando ella se levantó y caminó a la salida.

    Steve Francisco Hernández Gómez

    Lic. Lengua y Literatura Hispanoamericanas

     

    A pesar de todo, no ocurría nada. La tierra reflejaba la bastedad del cielo entristecido; el sepulcro, ya olvidado, se consumía por las viles marcas de la herrumbre. Frente a este sola una sombra depositaba ramos de imperecederas flores en la estela. Devota se limitaba a contemplarle con quietud. Mientras lo hacía, la inscripción vaga de su nombre se deformaba en las últimas palabras del difunto.

    Brian... «Soy infeliz, ya no eres digna de mí»

    Y una fina lágrima surcaba el rostro de María, para contar la historia.

     

    I

     

    El inconfundible vocerío del chajá invadía las fronteras del desierto, extendiéndose al compás de los últimos alaridos de la tarde. Sobre el potro, contrario a ellos, esperaba Brian, lanza en mano, con halo de orgullo incontenible. Galopando en su caballo, esquivaba uno, arribaba otro, emanando de pronto entre las espesas nubes de polvo que se levantaban. Cuerpos sin luz, con la sangre turbada por la arena, caían al paso del cristiano, hendidos con su lanza. Sin embargo, tejió trágicamente el destino, la fatalidad y bajo el ataque de incontables guaraníes, cayó perdido el cuerpo del varón, poseyendo entero el pueblo: los salvajes, sin más rastro que el fuego y las cenizas. Y Brian, ¡pobre cautivo!, en la infinidad del desierto, quedó sólo con los ojos viendo inútilmente hacia la noche.

     

    Le parecía estar muerta porque su espíritu le había sido arrebatado. Una mancha impía rondaba su cuerpo desnudo. Frente a sí, desollados los niños con la inocencia devastada y el cuerpo entero embalsamado por la arena. Todo lúgubre, con la marca del pecado salvaje. ¡Pobre María, desmerecida ya a su nombre! Posaba bajo la lluvia, inútil. Maldiciendo el nombre de los indios, clamando el nombre de Brian, creído muerto junto a su esperanza. Y entre la silueta vaga de los montes, como un sol que entre la noche ardiera, respondiendo se asomaba la voz: «¡María!». Su cuerpo marchitado se levantaba, sosteniendo la daga que antaño tomó de las manos de Brian, con los ojos viendo decididamente hacia adelante.

     

    Como un rayo que brillara con sigilo, el filo de la daga se clavaba en el pecho de los indios, derramando la espesa sangre sobre los dedos níveos de María.

    Sin cuenta alguna, dormían los otros, colmando el tiempo con un ronquido azorante. Andaba cautelosa con sus pasos, únicamente sentidos por la arena. Muertas las hogueras, adormecido el estrado maldito, contempló lejana la figura del varón ennoblecida por los rayos que la luna trazaba por su rostro.

    —María, tú has venido...

    —Sí, estoy aquí y he venido para quedarme contigo hasta en la muerte...

    —¿Hasta en la muerte dices? si yo ya estoy muerto, y mi cuerpo no es más que la presa del inculto salvaje; he perdido, hoy no merezco compartir contigo el alma.

    —¡Qué importa cómo esté tu cuerpo!, en mí nada has perdido. Yo te quiero, y te lo digo, ¡hasta en la muerte!

    Y con una caricia placentera, limpió el rostro ensangrentado de Brian.

     

    IV

     

    Atrás dejaron la crueldad del desierto. Brian desvaneciéndose sobre los hombros de María, ella, tenaz, inquebrantable...

    —María, espera, hay algo.

    Se detuvo. No dejando de lado su delicadeza, posó el cuerpo del varón, entre el lecho más perfecto que pudiera hallarse en las tinieblas.

    —No desesperes, estamos cerca. Y si los indios aquí a nosotros encontrar pudieran, yo, con este puñal, te juro...

    En la sombra de María no existió respuesta más clara que el silencio.

    —No lo digas. Déjame. No me es dado quererte.

    —Brian... —Soy infeliz, ya no eres digna de mí.