Spanish English French
  • Compartir
  • Cuentos XVIII

    El Coco

     

     

    Duerme, duerme, niño lindo, 
    que viene el Coco…

    Anton Chéjov.

     

    Entré entusiasmado para gozar de mi primer espectáculo circense como todos aquellos chavalos sonrientes y bulliciosos. Fascinado ante aquella novedad de exquisita luz, tenue y multicolor, entre animales salvajes y valientes trapecistas, dando maromas mortales por los aires al verse seducidos ante la comparsa de aplausos. Impetuoso. Mis ojos especulativos se clavaron en el payaso cuando el telón principal se corrió tan despacio como solo él sabe hacerlo. Quedé estupefacto, sin aliento, con el semblante completamente pálido, mis padres preocupados trataron de darme ánimo al explicarme las funciones graciosas e inofensivas de aquel artista. No quería escuchar o quizá simplemente no escuchaba. Al incrementarse mi conmoción, al sentir próxima la presencia de ese bufón con risa mezquina, comencé a tiritar hasta quebrar la frágil vara del algodón de azúcar que sostenía con firmeza por mi mano izquierda, al saber mis dedos libres, ceñí con fuerza la suave muñeca de mamá y me desvanecí sobre la butaca. Al llegar a casa, sin resistencia física, volví a aquel cuarto tapizado con cientos de rostros maléficos de arlequines desquiciados, a la sala obscura de mis pesadillas pueriles, a la habitación donde cada noche de función se me hacía morir con el preámbulo del tétrico rechinar de las bisagras del closet, un crujir cambiante toda vez que las pequeñas puertas opacas ceden hasta encontrarse abiertas, y el guiñol, salido de la penumbra avanza con una delicada morbosidad hacia mi pequeña cama infantil, grávida de suplicios, como otras tantas veces lo ha hecho.

     

    El Testigo



    1

     

    El frío siempre le provocaba estremecimientos y aunque le fastidiaba tener que salir, Josué se levantó para ir al baño pues era mejor que afrontar la vergüenza de orinarse en la cama. La casa  era un enorme cuadrado de blocks sin separaciones y allá al fondo dormían sus padres envueltos en sus cobertores. Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, se levantó adormilado para encontrar las llaves. Las descolgó de un clavo en la pared y la introdujo en la ranura, dándole vuelta con cuidado para no hacer ruido. Afuera, soplaba un viento ligero, el patio estaba a oscuras y apenas se perfilaban las siluetas de los árboles del jardín. Se frotó los brazos para ahuyentar los escalofríos y avanzó por un pasillo estrecho de piso colado que se formaba entre la pared de la casa y el tanque de agua. Abrió la puerta de metal del cuarto del baño y la dejó emparejada. Se bajó el short y procedió a hacer lo que tenía que hacer. Antes de volver, cerró la puerta, agarró una jícara y tomó agua del tanque para lavarse. Se estaba retirando la espuma de los dedos cuando se le ocurrió levantar la vista y entonces lo vio. Eran dos pequeños luceros que brillaban desde la copa de un árbol y algo dentro del pecho le advirtió que aquello no era normal. Casi al instante, el miedo lo recorrió de pies a cabeza y le volvieron ganas de orinar. Entonces, aquellas luces parpadearon y le quedó claro que fuera lo que fuera no era algo bueno. Camino con cuidado por el pasillo, sin quitarle la vista de encima y le pareció que aquello también lo seguía. Cuando llegó hasta la puerta, apartó la vista con terror para meter la llave en la chapa y en esos cortos segundos, escuchó cómo se sacudían las ramas y lo siguiente fue un fuerte sonido pisando el suelo. Los vellos de la nuca se le erizaron, logró abrir la puerta y sin mirar atrás, la cerró de forma rápida y silenciosa. Colocó los seguros apartándose varios palmos de la puerta y en el silencio de la noche el sonido de su propia respiración lo puso aún más nervioso. Pensó en despertar a su madre y a su padre para avisarles de la cosa que merodeaba. Pero esa parte infantil y temerosa de lo que pudiera hacerles lo detuvieron. Se quedó ahí, con la mano en la boca, temblando mientras se acumulaban los minutos, atento a cualquier sonido del exterior. Caminó hacia la ventana colocando el ojo sobre la hendija, pero se apartó porque la tensión era demasiada. Sin saber qué hacer, regresó a la cama. En el camino, tomó un palo y lo dejó a su lado por si aquella cosa, se atrevía entrar. Así llegaron las tres de la mañana y en algún momento entre las cuatro, escuchó el sutil ajetreo en el corral de las gallinas. El tiempo siguió su curso y llegaron las cinco, luego las seis y cuando al fin comenzó a escuchar el trino de los pájaros despuntando el alba, cerró los ojos y se quedó dormido.

     

    2

     

    Era sábado y aún había cosas por hacer. Manuel se levantó adormilado con las articulaciones entumecidas por el sueño. Se desperezó y le dio un beso a su esposa en la mejilla.

    Ya me voy, amor.

    Mmmjumm.

    Los veo al rato.

    Ve, con cuidado.

    Se calzó unos tenis con un amplio kilometraje y se entalló un short y una playera cómodos. Antes de salir, paso a ver a Josué que dormía como una piedra. Le dio un beso en la frente y se preguntó porque había un garrote a su lado, contra la pared.

    "Cosa de niños"

    Salió entonces al patio donde el aire purificado por la noche, le llenaba los pulmones con su frescura. Cerró la puerta con cuidado y se enjugó la boca rápidamente. Pasó al baño para despejar las malas vibras y al salir agarró la atarraya colgada en su lugar. Se enganchó la mochila y cuando ya se encaminaba por el patio hacia el portillo de entrada observó las plumas regadas por todas partes. Siguió el rastro y llegó hasta el gallinero. Observó a través de la malla y por pura costumbre, contó a las aves.

     

    "No puede ser, está gente ya no respeta"

    Curioseó el enmallado pero estaba en orden…

    "Y cada vez son más mañosos, pinches lacras, con lo que cuesta ganarse las cosas, tendré que hacer un cuarto y poner llave...hace falta un perro..."

    Pensaba todo esto tratando de encontrar una respuesta a como se había llevado a cabo el hurto pero la única pista que pudo encontrar, fueron las marcas de huellas irregulares sobre la tierra húmeda.

    "Pinches cabrones…¿pero cómo? Aggg"

    Sin más que hacer y algo indignado, se apartó de ahí y siguió su camino.

    "Ni lo escuché caray. Estaba tan dormido, pero esto se arregla porque se arregla. “Ta´ madre"

    Y mientras Manuel salía a la calle rumbo a su reunión, los ojos testigos de aquella escena, se movían inquietos bajo los párpados, soñaban con sombras oscuras, intentaban olvidar lo que habían visto y disfrazaban la realidad con la ficción del sueño donde todo era posible y dónde nada podría lastimarlo.

     

    La Leyenda de Gümmer

     

    Érase una vez, un antiguo reino, situado en la más remota de las galaxias de nuestro universo, un pequeño y maravilloso planeta rojo llamado “Chiapita de Corzo”. Lugar extraordinario, abastecido de hermosas praderas y grandes extensiones de agua, con seres fascinantes que desafiaban toda comprensión de las leyes de la naturaleza, cuando contemplabas sus hermosas facciones corporales, fuertes, valientes y muy bien parecidos, conocidos con el nombre de “Culopintos”, éstos, eran hombres y mujeres que poseían un espíritu noble, por demás caritativos y tiernos en sus miradas, pero de entre ellos, había uno en particular, bautizado con el nombre de Gümmer, nuestro amigo era un mal afortunado que, cuando pequeño, sus padres abandonaron en la riviera del río Grijalva, pues había nacido sin las características que hemos descrito de los propios de aquel planeta, logrando llegar  a la edad de adolescente, vivía escondido en la cavidad de una cueva.

     

    Gümmer no era popular y mucho menos famoso, no era experto en las artes ni tocaba el tambor y la flauta como todos los jovencitos de su edad, pero tenía una peculiaridad muy especial, poseía un gran corazón, el cual le pertenecía a Keyla –la princesa bacana- y para granjearse su amor debía demostrar su madurez y bravura antes de que ella contrajese nupcias con Fiddo –el archiduque del río Chiquito-.

     

    Sucedió pues, que una calamidad sobrevino sobre el reino de Santa Elena, una criatura extraterrestre a quien los Culopintos llamaron “el parachico loco” atormentaba las aldeas desde el norte, por el reino de San Sebastián, hasta la Unidad Deportiva, desde el sur hasta “el Super Che” y desde el oriente, hasta la Topada de la Flor. Decenas de forajidos eran destrozadas por tal monstruo y Chiapita de Corzo se desmoronaba de a poquito, así que un buen día, vio Gümmer, en la cabeza de ese ser, el camino para la conquista de su amor eterno; pero… ¿cómo?... sólo soy un pequeño muchacho que no posee talento, -se decía a sí mismo -, previo al encuentro decidió internarse en la maleza del Bajío del tío Ángel, lugar apartado de la industrialización y de los vaivenes cotidianos del planeta rojo, en donde practicó el más arduo de los entrenamientos marciales. Una vez preparado para la batalla se jimbó una su jicarita de pozol, pa’ agarrá valor, y se hizo al andar.

     

    Cuando encontró a la aberrante criatura el temor le sobrecogió, las piernas le temblaron y su corazón desfalleció, pero al recordar los brillantes ojos de su amada su espíritu cobró ánimo, dio acometida desde el primero hasta el quinto día del encuentro, cuando de pronto la noticia se hizo pública: “UN HEROE”, “SOMOS LIBRES”, cantaban canciones en honor a su nombre: “SOMOS LIBRES”, tres hurras para Gümmer, un clavel blanco y un minuto de silencio… Gümmer cayó en batalla con la cabeza de aquel engendro en sus manos ¡cayó en batalla!

     

    Tiempo después, los ancianos sabios narraban su historia, le cantaban prosas y de sus labios se pronunciaron grandezas, pero un hombre, sólo uno recordaba la verdadera historia, antes de caer en batalla el héroe luchó con todas sus fuerzas y al rayar el alba del quinto día una paloma trájole la noticia de la ceremonia matrimonial de su amada, en un acto de amargura y gallardía Gümmer cortó la cabeza de su oponente, le colocó un clavel blanco -que fue el mismo con el que lo despidieron-, y escribió lo siguiente:

     

    “¡Oh! Amada Mía, dulce pétalo de otoño, ¿por qué?, por qué no pude decírtelo antes, cómo tuve el valor para encarar a mi enemigo y no el coraje para darte mi corazón, toma la cabeza del monstruo y recíbela como presente de boda para tu nuevo reino”. Por siempre tu siervo Gümmer.

     

    Cuando lloraba lo sucedido los reflejos del monstruo agonizante cobraron la vida de un héroe roto, quebrantado y deshecho.

     

     

    Aquel joven que no podía, pudo demostrar al mundo que esa semilla, ese pequeño motor, “EL AMOR” tiene el poder para elevar, así como para destruir.                                                                                                 

     

    José Juan Pérez Ramos, 2011.