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Roxana Aguilar Rebollo

Licenciatura en Filosofía

Mi estado de sueño después del fallecimiento de mi padre se manifestaba de una forma extraña, despertaba lento, como si mi cuerpo reaccionara mucho antes que mi mente, así pasaban varios minutos, en un estado seminconsciente, faltando quizá la memoria. Me sentía muchas veces caminando entre el sueño y la vigilia, y mi imaginación no hacía más que mostrarme un desfile de imágenes de ataúdes, gusanos, esqueletos y tumbas, como un collage que lo único que buscaba era mostrar el campo semántico de mi dolor. Una mañana desperté abatido por una aparente guerra imaginaria dentro de mi cabeza, noté que mi madre se encontraba frente al espejo. Al verme sentado en la penumbra me apresuró.

-Miguel, ven ayudarme con tu papá, necesito llevarlo al baño antes de irme.

Yo no podía contenerme quizá a causa del insomnio prolongado, y únicamente después de luchar intempestivamente, me despabilé y fui en auxilio de mi padre. La enfermedad lo tenía desgastado, su peso era ligero y dócil a mi cuidado, lo senté en el excusado, tomé el papel de baño y lo dejé a su alcance, acomodé sus pantuflas justo a sus pies y después me dispuse a verme en el espejo del lavabo mientras esperaba.

-¡Estoy muy cansado! Yo creo que esto de tu velorio me desgastó mucho. Después de pronunciar esto me mire unos segundos fijamente al espejo, me mantuve estático, no me arriesgue a ejecutar el más mínimo esfuerzo que pudiera revelarme la verdad, el miedo se apoderaba de mí y entonces pronuncié la frase

-¡Pero si tú ya estás muerto!

La realidad me sacudió y desperté, me vi frente al espejo tomado fuertemente de los bordes del lavabo y no comprendí cómo había llegado hasta ahí. Volteé entonces a ver el excusado, mi padre ya no estaba, pero si las cosas de aquella rutina trivial que durante el último año mantuve con él, incluyendo aquellas pantuflas en espera de sus pies que fueron enterradas junto a él. El miedo se apoderó de mí, me lavé el rostro y me dispuse a salir de casa lo antes posible. La cabeza me daba vueltas y al llegar a la esquina, me descubrí en la entrada de la Clínica Santa María. Entré y caminé por un pasillo hacia una habitación al fondo del edificio. Me detuve frente a una habitación. No puedo describir cómo, pero supe que mi padre estaba dentro. Al abrir lentamente la puerta, observé el bulto junto a la cama, lentamente me acerqué y lo vi ahí, fatigado, por aquella desmesurada agonía, sentí desmayarme y, durante un breve lapso con una pavorosa exageración, solté aquella verdad.

-Tú no eres mi padre.

Mire sus labios, su rostro blanco era famélico, entonces escuché el decreto de lo que para mí representaría mi destino.

-Por eso me gustas, porque siempre sabes quién soy.

El primer indicio de mi pánico fue un grito sordo, un gemido que surgió en el fondo de mi pecho, lancé más y más gritos agudos y dolorosos, temblé durante un instante, pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme, salí a toda prisa del hospital y me alejé de aquella carcajada macabra. Me detuve desorientado por aquella alucinación vivida que acababa de experimentar. Caminé nuevamente hacia casa, sentía vértigo, mi estado alterado no podía más que azuzar a mi imaginación a concebir un panorama terriblemente desolado. Llegué a casa, y rápidamente toqué la puerta. No hubo respuesta. Sin embargo, la puerta cedió. En ese instante me di cuenta que la oscuridad había invadido el hogar, busqué el apagador para encender las luces y detener esa penumbra, pero no funcionó, de repente, oí lo que parecía otro mal sueño.

- ¡Migue!

 Me desconcertó el hecho de aquella voz

familiar que me llamaba, tranquila, amorosa,

y segura.

 - ¡Migue!

 - ¿Papá?

 -! Migue!

 - ¡Papá!

Corrí a su encuentro y abrí la ventana para poder verlo en el borde de la habitación, pero lo que se me presentó fue monstruoso. La atmósfera olía a muerte, y yo trémulo de inexpresable pavor, vi colgar en el centro del cuarto, el cuerpo de un hombre descompuesto saludándome desquiciadamente, sus labios lívidos se torcieron en una especie de sonrisa y sus ojos me miraban aún con una realidad demasiado viva. Corrí de nuevo a la calle, dejando atrás la soledad de un hogar convulso en horror y muerte. Después de esa vorágine de emociones, meses después, quizás años, de la que aún no puedo asegurar que fue real y que un sueño, el reposo de los ansiolíticos y aquella habitación de blancas paredes ha comprobado que estoy esclavizado a una especie de anormal terror, y seguramente moriré en este lamentable sueño.