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  • Cuentos XX

    C.

    Por: Karla Itzel Mazariegos Ramírez

     

     

    —¿Qué haces aquí?

    —Me busco.

    —¿A qué te refieres? Tú estás ahí, mírate.

    —No, estoy perdido, mi alma no está, mis sentimientos se fueron, solo tengo al viento soplando a través de mí, como si fuera un espacio vacío en el cual pasa la vida, el otoño, la primavera, el invierno y todas las estaciones que puedas imaginar, todo pasa, pero nada siento. 

    —Que lamentable, ¡cuan miserable has de ser!

    —¡Lo soy! Lo peor de todo es que nadie me mira, todos parecen ignorar el hueco enorme y negro que me ciñe el pecho, la sangre se desborda y ellos giran su rostro, como si nada pasara, como si el pesor constante no estuviera aplastando mis entrañas.

    —¿Y por qué no buscas la felicidad?

    —Porque la felicidad me aborrece.

    —¿No será qué tú eres el que huye de ella?

    —Yo la perseguí por mucho tiempo, seguí su sonrisa y sus ojos por un largo camino que me llevó a la miseria, fui un navegante sin rumbo, me quedé sin muelle, me hallé gritando en medio de la nada su nombre misterioso una y otra vez, jamás acudió a mí. 

    —¿Y qué hay del amor? Los seres humanos siempre sustituyen su felicidad por el amor.

    —Eso es un truco, el amor sirve como un maquillaje a todas las cicatrices que llevamos, es como un parche que esconde nuestra verdadera tristeza, el vacío, pero cuando el amor se va, ¿qué nos queda?. ¡Nada! más que solo el mismo vacío y aún peor porque nos deja creyendo que necesitamos esconder esa marca, buscando más y más parches, pero no hay dos iguales en el mundo, al final terminas despedazado con trozos de parches por doquier sin que ninguno logre esconder los vacíos interminables. 

    —¿Quieres decir que el amor es… algo que nos inventamos para ocultar nuestras demás necesidades?

    —El amor puede cubrir todas las penas, traumas, dolores, tristezas, pero cuando se va, te vuelves adicto a esa anestesia que tenías para sobrevivir, cuando se va te deja sin identidad, sin rumbo, a la deriva y sin una brújula.

    —¿Entonces el hueco en tu pecho no se llenará jamás?

    —No hace falta, solo necesito volver a ser yo, encontrarme entre todos estos pensamientos, este escombro que dejaron aquellas promesas y anhelos, si me encuentro podré seguir mi camino, si logro por fin hacerte callar, podré vivir.

    —¿Qué pasa si no te hayas? ¿Si te pierdes en mí?

    —Seguiré a la vida hasta mis últimos suspiros, entre este vacío y el susurro del miedo, así hasta desintegrarme, volveré una y otra vez a ti, pero clavaré mis uñas en lo más profundo para no perderme.

    —Si la vida y el amor te parecen tan miserables, ¿qué hay de la muerte?

    —La muerte podría ser una buena amiga, pero la muerte es fría, violenta y despiadada, tan despiadada que no se atreve a mirarte cuando más lo necesitas, ella te mira fijamente cuando tú la ignoras, es lo que te asecha y mientras tanto disfruta de la tormentosa existencia de los humanos. 

    —Me parece, amigo mío, que la muerte te ha dado el regalo de tener vida a través de ella, porque tus ojos ya no tienen brillo, tu sonrisa no es genuina, no puedo ni ver más allá de ti, creo que no tienes nada por lo cual deberías de seguir aferrándote a encontrar tu ser, dejar de luchar en tu mísera y mortal existencia sería tu escape. 

    —Y así terminamos todos —dijo C mirándose al espejo—. Solos, agonizando mientras cantamos, reímos, bailamos, besamos, acariciamos, escribimos; hablando tus crisis en un espejo, tomando una copa de vino, vomitando tus sentimientos sobre tu máquina de escribir, siendo tu propia voz interior, esa que te dice “no tienes nada, nada a lo cual aferrarte, estás solo, ya no eres el mismo de antes, el brillo en tus ojos ha desaparecido, tus sueños ahora sirven de burla para los que te conocen, ni siquiera el amor puede darte salvación.” —observó su reflejo una vez más y estrelló su mano contra el vidrio—. Sí, así terminamos todos, es una condena, lo sé, pero no es el final. La historia continua mientras tus pulmones tengan aire y tu corazón siga palpitando.

    El devorador de mentes 

    Por: Víctor Abel Mijangos López

     

    Te encontré en la estación de trenes. Tenía tanto tiempo sin verte que mi mente se tomó unos momentos para juntar los trozos de cristal de tu recuerdo, armarlos y ver si coincidían con lo que estaba viendo. Lo eras. El tiempo, incalculable, hizo su magia en ti: los adornos de tu figura eran todos distintos, pero el brillo de tu rostro al contemplar con admiración los trenes pasar seguía siendo el mismo. Podrías haber cambiado todo, pero seguiría reconociéndote en tu mirada que observa la belleza mundana. 

       Te vi, no ibas sola. Alguien te acompañaba tomándote de la mano, la misma que tantas veces apreté con fuerza cuando cruzábamos el espacio en busca de nuevos planetas. Éramos polvos de estrellas en el viaje y nuestros cuerpos se materializaban cuando habitábamos un nuevo sitio. Nos cuidamos de las bestias arrogantes que se abalanzaban contra nosotros para convertirnos en alimento de sus enormes fauces o en esclavos de sus poblados. Huimos de todos esos monstruos y a veces llegábamos con alivio a tierras desoladas, donde nos quedábamos durante tiempos desconocidos. A veces me pregunto qué tan viejos nos hicimos en esos lares donde un minuto en la Tierra podría significar un año en Alconia. No lo sabrás, pero ahí te esperé por décadas pensando que quizá volverías al único planeta que juramos hacer hogar cuando nos cansáramos de tanto viaje inter espacial. 

       Ganamos todas las batallas, menos la última. Los chicos del espacio ya nos habían advertido de aquel devorador de mentes que reinaba las llanuras de La Verdad: Oblivion. Y pese a todo decidimos cruzarlas sabiendo que la victoria nos daría la eternidad de nuestro lazo; si lo conseguíamos, seríamos parte del cosmos, volaríamos en el infinito de las motas de magia que sobrevuelan las galaxias. Subestimamos demasiado la gravedad de las llanuras, que nos hacían caer cada poco, teniendo casi que arrastrarnos sobre un suelo que despedía un olor de gases tóxicos. El viento nos alejaba constantemente; teníamos que hacer grandes esfuerzos para reencontrarnos en el camino y traspasar el hábitat del dios cósmico. Solté tu mano como jamás lo había hecho, el peso de tu presencia me inclinaba al vacío. Me viste fijamente tratando de mantenerte firme en el suelo rocoso de las llanuras; mientras veías Mi Verdad un atisbo de duda saltó en tus facciones. Ahí supe que, aunque todavía nos faltaran millas por recorrer, no lo lograríamos. Llegamos a las fosas donde reposaba Oblivion; te pedí la mano para huir lo antes posible, pero no me viste. Te grité. Volteaste un poco la cabeza. Me sonreíste con tristeza y despido; susurraste una disculpa sin voz. Y seguiste viendo las fosas, esperando. Oblivion salió, eterno, divino, infinito. Temblabas, pero no te moviste un ápice. Corrí, no pude evitarlo. Quizá debí haberme quedado, dejar que las fauces de la bestia nos devoraran a ambos. Pero tuve miedo, y me fui creyendo que más tarde podría recuperarte. Volví a las llanuras tiempo después, pero no estabas por ningún lado. Al final, regresé a la Vía Láctea, a esta estación donde todos los días te buscaba entre las miles de caras sin significado. En ocasiones creía verte, pero solo era un parecido a medias. 

       Ayer te encontré. Lo tenía todo planeado. Nos veríamos fijamente y en esa mirada quizá buscaríamos un punto de fuga en la distancia emocional. Te contaría sobre nuestras aventuras, cuando fuimos viajeros espaciales durante milenios cósmicos; todas las veces que mis partículas de polvo se unieron con las tuyas, todos los soles que vimos y las nubes en que dormimos, las lunas en donde exploré hasta tus formas más adversas que me incitaban a una belleza incierta, en la oscuridad de tus vacíos donde siempre lograba encontrar alguna rendija de luz. Te hablaría de Andrómeda y todas las galaxias que conocimos y explotaron con tu ausencia. Te lo diría todo, que fuimos más allá de lo conocido, que jugueteamos en lo divino, que reímos en lo absurdo, y quizá entonces recordarías y podríamos retornar nuestro viaje, aceptar la eventualidad y envejecer en Alconia. 

       Pero no lo hice. Desde la lejanía supe que realmente querías tomar ese tren, que había algo esperándote en el destino. Te vi partir. Y yo me quedé en la estación. 

       Mañana volveré a las llanuras de La Verdad. Solo espero que el devorador de mentes todavía quiera recibirme en sus fauces.   

    Corre, corre, conejito

    Por: Cielo de los Ángeles Manga Grajales  

     

     

    En el bosque todos viven en paz y armonía si nadie se mete con nadie. Porque así lo ha mandado la Madre Naturaleza quien mantiene en perfección el ciclo de la vida: si invades un territorio ocupado, prepárate para combatir cuerpo a cuerpo. Sin embargo, esta regla solo aplica para los más grandes. Tú, que eres un pequeño conejo que se la pasa recogiendo frutos, ¿qué crees que te pasará si te enfrentas a un imponente lobo gris? 

    Tu madriguera se encuentra debajo de las raíces de un árbol que creció a las orillas de un barranco, no es el mejor lugar para construir un hogar, pero al menos tienes un espacio propio para vivir junto a tu familia. Todos los días tienes que salir a buscar comida, la comida que te brinda la Madre Naturaleza. Aunque, sabes bien que, cada vez que debes salir de tu madriguera, tienes que observar si no hay depredadores cerca, entonces puedes salir. 

    Un día sales y tu madre te dice que tengas cuidado, que te comportes como un conejito bueno, que no provoques a ningún otro animal, que seas cauteloso y te recomienda mucho que no entres al territorio de los lobos grises. Tú le respondes de mala gana: “Sí, mamá”, porque ya sabes lo que tienes que hacer y ya te cansó que lo repita un sinfín de veces.

    Entonces te vas, teniendo las mismas precauciones de siempre, te escondes entre algunos matorrales, tu camuflaje te ayuda a pasar desapercibido, saltas y esquivas hojas secas y ramas sueltas, haces el menor ruido posible… pero hay algo fuera de lo usual: el bosque está tan silencioso, que puedes escuchar tus propios latidos. Al notar esto, bajas la guardia y continúas buscando comida, encuentras algunas semillas, más adelante encuentras florecillas amarillas y les arrancas los pétalos. Tampoco te olvidas de las deliciosas hojas verdes que a tu madre le gusta tanto. No te comes todo esto al instante, sino que lo guardas en una pequeña bolsa para llevarlo a la madriguera. Con eso crees que es suficiente, el resto de la familia puede que se encuentren otras cosas.

    Estás a punto de regresar a la madriguera cuando sientes una mirada ajena acechándote por detrás. Sabes bien que no debes salir corriendo al momento, eso te lo enseñó muy bien tu madre, porque de lo contrario quien te está acechando te atrapará más rápido, así que mejor saltas tranquilamente hacia el monte enmarañado que, está demasiado crecido como para que el acechador no te encuentre fácilmente. Tu corazón empezó a latir más rápido y tu mente solo te dice: “Corre, corre, sigue corriendo hasta dejarlo muy atrás”.

    Tu respiración está muy agitada y tus pequeñas patitas comenzaron a temblar. Hay demasiado monte que no encuentras la salida y ahora estás perdido, el peligro sigue detrás de ti porque puedes escuchar los pasos lentos y pesados que se acercan cada vez más a ti. Miras hacia tu izquierda, luego hacia tu derecha y finalmente hacia al frente. No sabes a dónde ir, no hay ninguna salida a la vista. Decides correr hacia tu derecha. Mala decisión. 

    Volteas de reojo si puedes alcanzar ver al acechador. No viste nada, pero chocas con algo duro como una roca. Sacudes la cabeza y te das cuenta que con lo que chocaste no solo era duro, sino que también tenía pelaje, un pelaje áspero y de color gris, además de ser gigantesco. La cosa con pelaje gris, duro y gigante, se retorció cuando chocaste con él y se levantó de inmediato. Rápidamente te diste cuenta de qué se trataba… o mejor dicho, quién.

    –Hola, pequeñín –te dice el lobo gris con una sonrisa petulante–. ¿Qué te trae por aquí?

    –¿A poco no se ve tierno este lindo conejito?, ¿qué opina, jefe? –dice otro lobo con tono burlesco que aparece detrás de ti –, ¿qué le parece si lo comemos? –al oír esto, el miedo está empezando a invadir todo tu cuerpecito de conejo.

    –Me parece una muy buena idea.

    Los dos lobos te miran con deseo y hambre, ambos se relamen los hocicos y lo único que se te ocurre hacer es correr. Huyes despavorido de esos monstruos grises corriendo lo más rápido posible. Tus patitas son demasiado cortas y sabes que no te vas a poder librar de esta, sin embargo haces el intento y sigues corriendo. Los lobos solo te miran correr y se ríen de ti. Unos cuantos pasos y una mordida en tu cuello fueron suficientes para alcanzarte y orinarte del terror en un instante. 

    Eres un conejo tonto. ¿Acaso no recuerdas que tu madre te dijo que no entraras al territorio de los lobos grises?, ¿acaso olvidaste las leyes que impuso la Madre Naturaleza? Ahora te toca sufrir y cumplir con tu parte. Entre los dos lobos te sujetan el cuerpo: uno en el cuello y el otro en tus patitas. No sabes si fueron los dientes que se insertaron con fuerza en tu cuello, o si fue el jaloneo en tus patitas hasta despegarlas del resto de tu cuerpo lo que te mató, solo sabes que estabas sufriendo y gritando de dolor mientras te torturaban con emoción. Tu cuerpo incompleto y magullado ahora está escondido en alguna parte del bosque, sin vida y no lo hallarán hasta que se den cuenta que tú ya no volviste a tu hogar. 

    Mal viaje

    Por: Víctor Abel Mijangos López

     

     

    1

    Alejandra deja la taza de café sobre la mesa luego de dar un sorbo; una mancha marrón le queda en el labio inferior. David la mira, medio absorto, como si pudiera ver a través de ella. 

    -¿Qué? 

    -Tienes… -la señala. 

      Ella se pasa la mano. Le sonríe, cerrando un poco los ojos, singularmente apenada. Y él sabe exactamente lo que va a decir. 

    -¿Estás bien? Te siento un poco… 

    -Distante. 

    -Sí, eso. ¿Qué pasa? 

    -Nada. A veces solo me voy. 

      El atardecer es brillantísimo, una enorme pantalla de luz roja impactando contra el cristal. Como sangre derramada de algún dios muerto, divaga David; la imagen del pensamiento es tan clara como si ya hubiese imaginado eso muchas veces antes. 

      Levanta su taza y bebe. Sabe horrible, demasiado dulce, se ha pasado con el azúcar. Hacía unos minutos era demasiado amargo. Jamás consigue un equilibrio exacto. No sabe por qué sigue tomando café si siempre le sabe asqueroso. Su estómago se retuerce; tiene hambre, pero no ha pedido nada de comer porque apenas tiene dinero para regresar a casa. ¿Dónde queda eso?, piensa; ¿Dónde está casa? ¿Qué transporte lo lleva hacia allá?

      La mira, Alejandra no dice nada, solo está viendo hacia fuera, a través del cristal. David se pregunta cómo puede observarlo sin que sus ojos se irriten por la luz, él apenas puede voltear un poco la cabeza sin sentir que su rostro se incendia en llamas invisibles. Cuando ella se voltea hacia él, ve cómo ha vuelto a tener una mancha en el labio, ahora, superior. David se inclina sobre la pequeña mesa y la besa. Siente un regusto a café tibio. La continúa besando, hundiéndose en sus labios, explorando su boca para volver a confirmar que ahí hay un hogar que lo llama. Con los ojos cerrados y la lengua en otro lado, ya no está ahí. No percibe labios ni una presencia externa. Está lejos, en un sitio oscuro y vacío. La boca de repente sabe a cenizas y de sí exhala un humo que hiede a melancolía. 

      Abre los ojos. La persona que está frente a él tarda unos momentos para materializarse en Alejandra. Hay una serie de crujidos que provienen de ella, su cuerpo se deforma, se rompe, se acomoda. Su sonrisa invertida da una vuelta de ciento sesenta grados. Las cuencas negras de sus ojos adquieren pupilas. La peste que despide es incomparable: el olor de un cuerpo descompuesto que se ha dejado al sol por mucho tiempo. Poco a poco, eso se convierte en una fragancia dulce, propia de ella. Cuando la cosa finalmente acaba su metamorfosis y vuelve a ser Alejandra, dice: 

    -Ya va a venir mi papá, ¿Nos vamos, amor? 

    -Pide la cuenta. 

      Alejandra llama a alguien y la pide. Cuando el mesero vuelve, David alza la cabeza. El cuello hace un esfuerzo enorme para subir, como si no estuviera predeterminado para tal movimiento. El tipo frente a ellos, que acaba de dejar la cuenta sobre la mesa, tiene la cara desgarrada. Trozos de carne y piel putrefacta, como si una bandada de cuervos se la hubieran devorado. 

    -¿Nos vamos? -dice Alejandra, ya de pie. 

      David ve la cuenta. Ya hay unos billetes ahí. Al regresar la mirada, el mesero se ha ido. Se para. Mira alrededor. El sitio está vacío, pero sigue oyendo el murmullo de conversaciones ajenas a su alrededor. Un miedo asfixiante lo invade, toma la mano de Alejandra y sale de ahí lo más rápido que sus débiles piernas le permiten. 

      Afuera solo están las luces centelleantes de los postes en las esquinas y el rugido del tráfico que no se ve, de los coches que no pasan, de los faros que transitan con fugacidad. Más allá, solo oscuridad, una negrura que se acerca como una monumental nube tóxica. Y Alejandra, en la orilla de la acera, viendo hacia la calle como si hubiera realmente algo que mirar. Se inclina para besarlo y entonces David llora, las lágrimas que apenas siente más que el viento inexistente. 

    -¿Qué pasa, cariño? -pregunta. 

    -Tengo mucho miedo. Te irás pronto y me quedaré aquí, solo. 

    -David, yo ya me fui. ¿En dónde crees que estás? 

      La respuesta se tambalea en su garganta antes de salir en titubeos temblorosos. Ha comenzado a hacer muchísimo frío. 

    -Contigo -responde-. Hoy hacemos medio año, ¿verdad? 

    -Eso pasó una vez, hace mucho tiempo. Me dejaste dos días después. Me fui. Pero tú nunca saliste de aquí. ¿Qué es un mal viaje, David?, ¿un sueño? ,¿una pesadilla?. Tanto lo deseaste que al fin has llegado. 

      Un carro se detiene en la avenida. Alejandra corre a abrazarlo, David la aprieta contra él con fuerza, tratando de detenerla, de hacer que se quede, pero cuando parpadea sus brazos se encuentran abrazando sus propios hombros y ella está dentro del carro, despidiéndose con la mano. Se aleja. El bullicio sin rostros permanece. Las luces continúan cegándolo. La nube oscura avanza hacia él. Y David comienza a caminar hacia ella. 

     

    2

    Alejandra deja la taza de café sobre la mesa luego de dar un trago. Tiene una pequeña mancha oscura cerca de la mejilla izquierda. David la mira, sonriendo. 

    -¿Qué? -dice ella. 

    -Te amo. 

      Alejandra le devuelve una sonrisa sin dientes.