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  • Cuentos XXI

    Karime Linette Ramos Gómez 

    Lic. en Comunicación

     

    Cuando era apenas un niño conocí a un hombre de edad avanzada al que pronto consideré mi amigo, le tomé aprecio, pues no le molestaba mi compañía ni mi curiosidad por su trabajo. Usaba un bonito bastón que él mismo hizo, no era carpintero, pero conocía muy bien el oficio, tenía la cara arrugada y canas hasta en las pestañas. 

    Se dedicaba a hacer artesanías con barro, ámbar, madera y otras combinaciones muy ingeniosas. Contaba que en su juventud fue herrero, pero con frecuencia cambiaba la historia, a veces decía que fue electricista, que trabajó en las minas, que fue panadero o que reparaba autos. 

    Quizás fue un poco de todo, o puede que la vejez haya afectado su memoria. A pesar de eso, no me cabe la menor duda de que fue todo un aventurero. Adoraba oír sus historias, las contaba con una emoción que me imaginaba a mí mismo estando en ellas. Incluso ahora que han pasado años las recuerdo perfecto, en especial la que marcó mi infancia, ese relato del día que la luna casi dejó de brillar. 

    Dijo, que en una de sus caminatas nocturnas notó que el camino se hacía oscuro; se desconcertó y miró hacia arriba, entonces se dio cuenta de que la luna se veía triste, su brillo disminuía cuando debía brillar más que otros días. Subió una pequeña colina y ahí conversaron durante un largo rato, así ella le confesó que había caído en una grave enfermedad incurable. Me dijo que eso lo preocupó, porque sin la luna el mundo estaría perdido. Además, le tenía mucho aprecio, pues eran buenos amigos y los dos estaban solos.Ese día él me confío el secreto de que iría a cuidar de ella personalmente. 

    Al principio me gustó la idea, pensé en lo divertido que sería flotar en el espacio y saludar a las estrellas, pero cuando me dijo que no volvería cambié de opinión. No quería que me dejara. Lo extrañaría.

    Día tras día iba a buscarlo, le ayudaba a pulir y decorar sus piezas, le prometí ser de utilidad en su trabajo para que no se fuera, pero nada lo hacía cambiar de opinión. 

    La última vez que traté de convencerlo con toda la clase de ofertas y trucos que se me podían ocurrir, me propuso que cuando yo creciera podría ir a visitarlo; lo consideré. Me emocionó la idea de jugar allá arriba, sin embargo, sentí que faltaba mucho para eso, no quería esperar tanto. 

    Varios días después de buscar métodos y planear travesuras que lo mantuvieran aquí en la Tierra, salí de viaje. No tardamos mucho, dos noches en casa de una amiga de mamá, pero cuando volví a buscarlo en el lugar donde ofrecía sus artesanías no lo encontré, de inmediato supe a dónde había ido. 

    Se había marchado. No mencionó cuándo se iría. Sentí una mezcla de tristeza por no haberme despedido y alegría al imaginarlo saludando a las estrellas. Ya soy un adulto, veo las cosas diferente, pero aquella historia marcó mi vida.

    Estudié, trabajé, fui herrero, carpintero, electricista y todos los empleos temporales que me permitieron pagarme mi aprendizaje. Conseguí una beca y logré estudiar astronomía. Ahora estoy a punto de adquirir el trabajo que siempre quise. A veces, en mis caminatas nocturnas me quedo observando a la luna, sabiendo que él sigue ahí, cuidándola, salvando al mundo, brillando juntos y haciéndose compañía.

    Jairo del Carmen Galdámez Gómez

    Lic. en Comunicación 

     

    - Qué extraño es estar en una escuela tan diferente

    Susana tomó una porción de la ensalada que Karen había llevado para el almuerzo. Habían sido mejores amigas desde secundaria, pasaron todos los recesos juntas en preparatoria y ahora lo hacían en la universidad, ambas eligieron la misma carrera y por suerte quedaron en el mismo grupo.

    - Es bonito poder conocer gente nueva, como Gerardo - mencionó Karen.

    - A mí no me agrada, es demasiado hablador.

    Karen siguió disfrutando de los hotcakes de Susana, tomando un bocado y luego otro, y con la misma constancia fue tomando un receso, y después otro; un día más, en el que Karen no almorzaba con su mejor amiga, se sentaba ahora con Gerardo en la hora que tenían libre.

    Susana, por su parte, se quedaba sola, estaba muy enojada, pero no decía nada, en el salón, nuevamente se sentaba junto a su inseparable amiga, aunque quizá ese adjetivo ya no las describía tanto.

    - Oye, ¿salimos hoy?

     – Susana se tragó las malas palabras que pasaron por su mente cuando por vigésimo sábado Karen estaba ocupada (con Gerardo). Del mismo modo se tragó las lágrimas el día que supo que él y su mejor amiga eran oficialmente pareja. Dejaron de ser “las dos por siempre” y aumentaron a tres, luego disminuyó el número a dos de nuevo. 

    Susi nunca había tenido pareja, y era primera vez para Karen, ambas estaban convencidas de que no necesitaban a nadie y que ellas eran la mejor compañía que tenían, hasta que Karen decidió que no estaba segura de ello. Poco a poco dejaron de hablarse, la esperanza de que Gerardo fuera un cretino permaneció con Susi, se alejó y dejó de buscar a Karen.

     - Ya vendrá llorando cuando él le rompa el corazón.

    Pasaron los años, Gerardo y Karen terminaron; al igual que Susana se graduaron de la universidad. Tiempo después, Karen se casó, tenía un matrimonio feliz y un buen trabajo. Una noche, al terminar su turno, decidió caminar hasta su casa, tenía tiempo y quería hacer algo de ejercicio. El frío que hacía desapareció al tiempo que su cara se llenó de calor, frente a ella caminaba Susi, ella llevaba restos de pastel en un plato, era justo el día de su cumpleaños, se le veía feliz. Karen recordó de pronto todos los días hermosos que había pasado junto a su “mejor amiga” (que lejano y falso sonaba aquello en su mente) se sentía muy arrepentida y por un momento pensó en acercarse a ella y darle la caja de chocolates que llevaba para su hija.

    Susana también se dio cuenta de la presencia de Karen, hacía tanto tiempo que no la veía y no había cambiado nada, ella ni siquiera sabía qué había sucedido con Gerardo, pues se había cambiado de turno en la universidad y nunca volvió a dirigirle su atención. Bajó la mirada y para evitar el incómodo encuentro, aunque pensó que tal vez Karen ya ni siquiera la reconocería.

    La duda de qué pasaría quedó ahí, en el momento en que alguien detuvo el coche y recogió a Susana. Karen tenía la mano dentro del bolso, tocando los chocolates, así como las lágrimas tocaban suavemente sus mejillas, mientras los recuerdos la hacían odiar sus decisiones. Después de esa noche no volvieron a verse, y los momentos que compartieron se cerraron con la llave del pasado.

     

    1. Zahy Lecona Cordero

    Lic. en Filosofía

     

    Aquella mañana de otoño el cielo estaba especialmente nublado. La ventana, ligeramente empañada, mostraba las gotas remanentes de una noche tormentosa. Una llovizna prometía continuar indefinidamente. Hoy sería un día lluvioso.

    En la cama cercana a la ventana yacía una niña sentada, observando perpleja una máscara blanca que sostenía entre sus manos.El sonido de una puerta abriéndose detrás de ella llamó su atención. Desde el marco, un muchacho de ojos grises como los suyos le sonreía.

    —¿Estás lista? Nos están esperando.

    Mientras bostezaba, la niña asintió. Bajó de la cama dando un brinco, tomó su mochila, guardó la máscara dentro y, antes de seguir al joven que ya se escuchaba a lo lejos, incluyó un conejo de peluche.

    Salió de la habitación y descendió por las escaleras cautelosamente, asomándose a la sala cuando se encontró en el último tramo.

    —Mamá no está aquí, vamos. 

    Esbozó una pequeña sonrisa, terminó de bajar y ambos salieron. Las calles estaban mojadas. Cientos de personas iban y venían desde todos lados en una danza de paraguas que, a veces, chocaban entre sí. Los charcos ocultos se cobraban los zapatos de los más infortunados y, para evitar resbalarse, la pequeña se veía forzada de vez en cuando a andar cuál pingüino.

    Al cabo de media hora caminando, los hermanos se detuvieron frente a un local en cuyo letrero podía leerse “Blackwood: libros y algo más”. Al entrar, el sonido de una campanilla en la puerta alertó a una pareja de señores, quienes eran dueños del lugar. El muchacho se acercó al mostrador para hablar con ellos a la vez que ella se dirigía a la parte trasera de este, pues, mientras él acudía a la escuela y posteriormente se iba al trabajo, los señores la cuidaban. 

    —Te veo en la noche, ¿vale? Te quiero.

    Desde el otro lado y haciendo un pequeño baile que consistía en simplemente girar de lado a lado, la niña abrazó fuertemente a su conejo, mirando a su hermano con ternura y esperando verle pronto.

    La mañana transcurrió como de costumbre. La señora Blackwood preparó unos panqueques para desayunar. El señor Blackwood le entretuvo pidiéndole ayuda para desempacar unos libros nuevos, etiquetarlos y acomodarlos en los estantes. 

    Cuando ambos estaban ocupados atendiendo clientes, la niña se la pasaba dibujando con crayones, interactuando con algunos juguetes didácticos que estaban en exhibición o leyendo algunos libros infantiles. Ocasionalmente, le echaba un vistazo a los libros más complicados, esperando poder entenderlos con mayor o menor éxito. 

    Cerca de las 4 y luego de haber almorzado el movimiento en la tienda era inusualmente alto. Aventurándose por los pasillos, la chiquilla intentaba ignorar el ruido ocasionado por las múltiples personas hablando, niños quejándose por el aburrimiento y madres que les regañaban por el escándalo que hacían. El estrés se vio interrumpido cuando, por un momento, todo el ruido se vio opacado por el de un cascabel, el cual sonaba cada poco segundo. Había algo en él, algo que no podía entender qué era, pero que le volvía distinto a cualquier otro sonido semejante, instigándole a buscar su origen. 

    Buscó y buscó, en los pasillos inferiores, debajo de las mesas, en las estanterías y en los libreros. Nada. La niña comenzaba a rendirse cuando el sonido volvió a repetirse más cerca que nunca, dirigiendo la mirada hacia uno de los pasillos y topándose con un gato azul ruso sentado al fondo de este, quien parecía observarle atentamente. 

    —¿Quién eres?

    Una voz que parecía provenir del animal le preguntaba.

    —¿Quién eres?

    —Me… Me llamo Sarah…

    —No pregunté por tu nombre.

    El felino se puso de pie y se marchó. Sarah, aun sin entender lo que pasaba, optó por seguirle, sintiéndose especialmente curiosa.El negocio de los Blackwood se encontraba justo a lado de su casa desde hacía mucho tiempo, así que ambas propiedades estaban conectadas. Pasó por la cocina, luego por el comedor, la sala y finalmente al vestíbulo. La puerta principal estaba parcialmente abierta, con el gato mirándole desde afuera.

    —¿Quién eres?

    El gato volvió a preguntar.

    —¿Heather?

    Contestó insegura.

    —Apenas y te acercaste. 

    Ambos se quedaron viendo por un momento. Los gatos no suelen tener un aspecto tan expresivo, aunque ella estaba casi segura de que este, o quizá “está” por el tono de la voz, le miraba con cierto enojo e impaciencia. 

    Tal vez quiere que le siga”, pensó.

    —¿Tal vez?

    Heather dio un brinco por el susto y la impresión. Estaba frente a lo que parecía ser un gato mágico, o algo que no sabía si le asustaba o le encantaba. Regresó a la sala para guardar el conejo en la mochila y ponérsela. Luego de esto, se asomó para comprobar si el animal seguía ahí.

    No había nada. La puerta ahora se encontraba casi abierta en su totalidad. Un sentimiento emergente de tristeza fue sofocado cuando aquel sonido de cascabel volvió a escucharse. Miró en dirección a la cocina, donde estaba la puerta para ir a la librería, y luego hacia la calle. El cascabel sonaba cada vez más lejos.

    La niña comenzó a dudar, sintiendo cierto temor. El recuerdo de una cálida voz resonó en su mente: “Cuando decidas adentrarte a lo desconocido, usa esto. Recuérdame y nada te lastimará.” Tomó la máscara de su mochila y se la colocó, armándose de valor. 

    Cerró la puerta, saliendo a la calle con su impermeable azul, perdiéndose entre la lluvia.

    Víctor Abel Mijangos López

    Lic en Comunicación.

     

    La situación es esta: hubo una fiesta en un apartamento de esos altos edificios, casi del lado poniente de la ciudad, o ya en el lado poniente, aquí no sé dónde empiezan las cosas y dónde terminan. Era tarde y había ido solo por invitación de una amiga que se había quedado con otro grupo de personas con quienes me sentí incómodo o raro o lo que sea que es aquel sentimiento de desapego cuando estoy entre gentes que compartimos un mutuo desinterés. 

    La cosa es que me levanté o me alejé, no recuerdo si estábamos sentados o no, en parte porque suelo olvidar esos detalles y porque para ese punto ya llevaba algunos vasos de cerveza haciéndome efecto. 

    No era un sitio de pocas personas, eso sí sé, ya que abrirme paso fue una tarea desesperante: todos yendo de un lado a otro con sus costosos trajes y vestidos y sus risas de pájaros agonizantes. Me apoyé en el borde de un bonito balcón donde, curiosamente, casi no había nadie.

    Este daba de frente a uno de los principales parques de la ciudad y con el cielo diseminándose en algún lado, lejos, sentí una desolación abrumadora que traté de ahogar con más cerveza. Entonces una chica salió de no sé dónde y me habló por una razón que desconozí y desconozco; era un poco más alta que yo, tenía el cabello muy ondulado y una sonrisa que daba ganas de suicidarse. 

    Es decir, que era linda. Hablamos de cosas seguro triviales, ¿quién eres? ¿Por qué estás aquí?, ¿a quién conoces?, no sé. 

    Y luego uno mencionó a la literatura y nos dejamos ir, que sí, que los autores del siglo pasado, que los autores modernos, que la literatura de occidente, de oriente, que los rusos, que los franceses, que los ingleses, ah, los ingleses, qué cursis son, ¿no?, qué melosos a veces, que la de Argentina, que la de Colombia, que la estadounidense, y dale con la norteamericana, ¿no se cansa la gente de leer la misma historia en Nueva York una y otra vez?, ¿Verdad?, me hartan los gringos y su originalidad reciclada, pero la mexicana, vaya que hay que hablar de México, del siglo muerto y del siglo vivo, o sea, de este, de los grandes y los bajos, ¿qué te hace sentir la literatura mexicana? Dijo ella, yo dije una profunda depresión, entonces sonrió y supe que había dado la respuesta perfecta y para cuando quisimos darnos cuenta entre libros y escritores y escritura el cielo negro había caído sobre nuestras onduladas cabezas, ella se inclinó un poco hacia mí y yo que nunca me animaba a ese tipo de cosas de pronto sabía que la opción era lanzarme a ella o lanzarme del balcón y esta noche había sido tan hermosa que no quería morirme y el viento en mis labios secos desapareció reemplazado por la humedad de unas preciosas criaturas que me devoraban suavemente.

    Hubo una sensación onírica como si en algún momento la materialidad fuera a borrarse y al abrir los ojos las cosas a mi alrededor comenzarían a derretirse, a invertirse en oscuras risas o a esfumarse en humos tóxicos, todos como seres alucinantes e imposibles, pero no, era ella, frente a mí, todavía, existente, besándome y diciéndome que deberíamos irnos y en efecto nos fuimos porque de repente ese balcón frío ya era demasiado pequeño y no sé qué tanto caminamos ni si salimos del edificio, pero de pronto estábamos en una especie de cuarto vacío, ni muy bonito ni muy feo, y las cosas se daban como si de alguna manera la muerte de la materia fuera real a medias porque nuestras ropas desaparecieron de a poco y luego de a mucho y no entendí por qué sentí un remordimiento como escarabajo en el oído, pequeño insecto que quisiera hablarme, pero que por sus características fisiológicas y evolutivas (qué científica se puede tornar la situación cuando uno está a punto de coger) no pudo y se limitó a rasgarme las pieles y yo pensé qué más da, escarabajo, tú cómeme el cerebro si te da la gana, lo pensé mientras me acerqué a ella, nos recostamos y entonces deseé no estar tan borracho para ser más consciente de lo que estaba pasando. 

    Pero quizá si hubiera estado menos ebrio jamás me habría encontrado en una situación similar, todo pasó y el mundo fue hermoso en esa cama llena de cucarachas que gritaban mi nombre mientras las ignoraba por vivir mi paraíso, quizá el único paraíso que alguna vez habitaré; al terminar me dijo hay que vernos mañana, pero al día siguiente no tuve noticias de ella, no sabía quién era, dónde vivía, cómo encontrarla. 

    Y cuando la tarde cayó de tanto investigar di con su información y yo me di de bruces con la mía: ella tenía novio desde hace un año y yo una novia que estaba regresando de sus vacaciones.

     

    Elizabeth Alondra Hernández Vázquez 

    Lic. en Comunicación.

     

    “Historia basada en un nosotros”, ¿Quiere escucharlo? Os lo cuento. Había una vez dos jóvenes que trabajaban en una fábrica de textiles, ambos eran hombres y era un milagro que no los hubieran reclutado para la guerra de aquella época que atemorizaba al pueblo donde ellos residían, eran de distintos lugares, familias y clase social. Extrañamente, se enamoraron cuando se toparon entre los textiles; cuando el señor Miles supervisaba en su nuevo trabajo a sus obreros mientras que ellos teñían la tela de colores preciosos, cuando entre el ocaso que se filtraba por las ventanas y cuando los pajarillos regresaban a casa, cuando Miles notó aquellos ojitos hechizantes que un obrero le lanzó y oh, ese día no se debe olvidar, cuando el nuevo supervisor tomó las manos ásperas de ese joven que había quedado atrapado entre los hilos rojos posiblemente del destino.

    Dando el inicio de un romance que se callaba cuando el sol aparecía, pero lo gritaban sin sus voces en la oscuridad de las frías noches. 

    Hasta que en el alba de un amanecer en medio de su descuido fueron descubiertos causando que ambos sean destruidos en todos los ámbitos posibles, al pobre obrero Jade, un joven menudo y tímido, lo apedrearon hasta dejarlo casi muerto y al Joven Miles le tiraron líquidos químicos en su rostro causando leves deformaciones en la cara, pero quedó ciego todo para eliminar la amargura de un pueblo afligido que le tomaba más atención a un par de enamorados que a las penurias del pueblo. 

    A pesar de la gran dificultad, su tonto y bello amorío sobrevivió a las críticas y maltratos de la sociedad. Hicieron lo posible para reecontrarse y escapar de la complicada ciudad. 

    Al chico rico; Miles lo desheredaron quitándole el apellido y el humilde empleado Jade lo maltrataron un sinfín de veces dándole más miseria de lo que lo habían condenado al nacer.

    Lograron escapar e irse al campo, ambos trataron de sobrevivir sin ser descubiertos por su orientación sexual hasta el día de su muerte, siendo felices a duras penas, viviendo de los pocos rayos de felicidad que podían recibir, pero amándose con cada intensidad.