Spanish English French

El café en las azoteas

Andrés Alexis Cruz Gallegos

Maestría en Estudios Culturales

 

Estoy sentado, como cada tarde en punto de las cuatro, en la vieja escuela que está en la cima de un pequeño cerro a la mitad del pueblo. Hoy... por contar algo, ha sido un día soleado; he traído una mandarina en vez de una manzana, no porque se me hayan acabado las manzanas, sino porque mañana tendré que levantarme a las cuatro y media de la madrugada para caminar dos horas hasta el pueblo, donde está el transporte que me llevará al otro pueblo donde está el otro transporte que me llevará a mi pueblo, así que aparté la manzana para comerla en el camino Hoy hay tres gallinas rondando en vez de cuatro. Falta la pintita, ojalá no se la hayan comido. Don Jeremías no vino a secar su café. Una pausa. Por las escaleras suben dos señores, y como pasarán frente a mí, me quito los audífonos para saludarlos. Ya que han desaparecido tras la escuela, me doy cuenta de que mi mente está vagando y recorriendo la serranía que me rodea, luego reacciono y pienso: (al menos sé que vemos el mismo cielo). Me coloco los audífonos de nuevo, suena “Requiem for my friend”, de Zbigniew Preisner, que es el disco que me ha estado acompañando cada tarde en los últimos días, abro la libreta y continuo: Minutos antes de las cuatro, cuando salgo de “la casa del maestro” que se encuentra al lado del domo donde todo lo sociopolítico se lleva a cabo, las personas están ya recogiendo su café con el rastrillo de madera. Suelen subir una, dos o hasta tres personas. Alguna vez, la familia completa, dependiendo de los demás quehaceres del hogar y de qué tanto café se haya cosechado. Esta actividad se lleva a cabo, casi siempre, en la azotea de sus casas o en el patio, cuando es de cemento. (En otros pueblos he visto que, ante la falta de espacio, las personas que viven a orillas de la calle, tienen una lona y secan su café ocupando un carril, sin importarles que los carros puedan pasar encima de los granos). Mas hay algunas personas, como don Jeremías, que cosecha más café del que le cabe en su azotea, así que tiene que venir a la explanada de la vieja escuela a secar lo que le resta, que son dos costales. Estoy recargado en una de las pilastras de la escuela que están ya bastante agrietadas por el pasar de los años (recuerdo que don Delio me comentó, cuando yo le pregunté sobre su historia, que ni él sabía cuándo la habían construido. “Cuando yo nací ya estaba así de vieja”, dijo. “¿Y la piensan dejar ahí o la van a tirar?”, le pregunté. “Nooo, ahí la vamos a dejar, es que una vez intentamos tirarla entre todos, pero un señor se cayó desde arriba y después de eso la gente tuvo miedo, entonces ahí la dejamos tranquila”), desde acá observo la gran mayoría de las casas, y a esta hora, mientras escribo esto, aún siguen recogiendo el café tranquilamente. Me he quitado los audífonos para escuchar los sonidos del pueblo... Aves de corral, sonidos domésticos, niños jugando, personas hablando a lo lejos y otras un poco más acá, y, sobre todo, predominando suavemente, los rastrillos sobre los granos de café. Comienzan de una esquina hacia el centro, donde la persona empuja con el borde afilado de su rastrillo para que los granos no se le traben al momento de empujar. El sonido que esta acción produce es hipnotizante, más aún cuando no es una, sino muchas casas las que guardan su café en este momento. Suena como un gigantesco y perezoso cascabel que envuelve cariñosamente al pueblo. Habiendo transformado el rectángulo en una pequeña montaña, tienden un costal a un lado y la persona se agacha para ir metiendo poco a poco, puñados de café. A veces (mujeres casi siempre), suben canastos de mimbre para hacer más fácil este proceso. Después de meter todo el café en los costales, los señores o los hijos más grandes los cargan trabajosamente hasta el interior de la casa, o bien, si bajarlos les resulta muy difícil, resuelven dejarlos de forma vertical en los techos sobre pedazos de madera, cubiertos por un par de lonas, y por último, (ya cuando el sol se ha resguardado tras la montaña, pero ilumina, tenue la parte superior de la montaña opuesta), barren muy bien toda la azotea hasta quedar tan pulcra como un azulejo, y bajan, para refugiarse del frío que comienza a coquetear con el pueblo.