Una noche
Mene Tekel Arce de la Cruz
Licenciatura en Filosofía
Soy Charles Williams, soltero y con casi treinta años; así que por lo menos una vez al mes me paseaba por la zona roja para ver si se daba la oportunidad, una vez terminado el “trabajito” nocturno, regresaba a mi vieja casa donde dormía el resto de la noche hasta las cinco a.m., cuando es hora de que se repetía el ciclo: trabajar, comer, pasar al distrito rojo y regresar a casa a dormir.
Un día de 1889, a media noche, caminaba por una de las estrechas calles de Londres cerca de la zona roja; regresaba a casa después de un arduo día de trabajo; de pronto, en el sepulcral silencio de la noche en una calle aledaña, retumbó en mis oídos un horrísono, tan desgarrador que juraría que pudo haberlo emitido nada más que un animal nocturno, un gato desgraciado que quedó atrapado en alguna coladera por perseguir alguna inmunda rata; el grito, había sido tan seco que se quedó haciendo eco en mis tímpanos un tiempo prolongado, por ende -y como cualquier persona en su sano juicio- provocó que apresurase el paso. Sin percatarme, me hallaba en el umbral de mi casa, pálido, casi sin aliento, a escasos momentos de desmayarme; con trabajo subí los escalones que cada vez los sentía aún más y más empinados que el anterior.
Cuando llegue a mi recamara, sintiéndome tan pesado como un borracho, me desplome en el colchón… me había desmayado. A la mañana siguiente un sonido seco hizo que me despertara estrepitosamente de mi coma inducido, era el periódico que el niño cartero siempre aventaba contra las puertas casi con la sensación de derrumbarlas; me levanté sintiéndome rígido por haber pasado la noche en una posición poco favorecedora y no haber encendido la vieja y desgastada estufa para que calentase la habitación; fui a la puerta de mi casa, recogí el periódico y lo dejé en la mesa de centro de la sala; me prepare una taza de té y una tostada con mantequilla, abrí el periódico, y… en el encabezado se citaba JACK THE RIPPER STRIKES AGAIN. Mi sangre se heló por un momento, la nota decía: “En una calle de la zona roja de Londres hallaron a una prostituta mutilada, la hora de muerte se calcula entre las doce y una a.m.” Dejé escapar una tos incontrolable causada por el atraganto de la seca tostada rozando mi laringe y la inesperada noticia que recorría mi cuerpo como un balde de agua fría -me sentía entumido-, rápidamente corrí hasta el baño, sin control alguno de mi inestable cuerpo, devolví todo lo poco o nulo que había consumido esa gélida mañana. Con apenas fuerzas en mis piernas logré llegar a la mesa del comedor donde con la mente en blanco me senté durante horas hasta que alguien llamó a mi puerta, eran policías. Esbocé la mejor sonrisa que pude y contesté a todas las preguntas que me plantearon -habían encontrado un pañuelo con mis iniciales en una calle cercana a la escena del crimen-. ¿Dónde estaba usted la noche del crimen? Eh… -volteando los ojos hacia la izquierda evitando hacer contacto visual- en… la zona roja. ¿Por qué estaba en la zona roja? …- avergonzado tuve que contestar- buscando prostitutas. ¿Es usted casado señor Williams? No. El oficial suspiró y con voz seria emitió Bien Sr. Williams, si necesitamos su ayuda para resolver este crimen no dude que estaremos aquí, espero y haya dicho toda la verdad. Nos retiramos, que pase buena noche. Sin percatarme había llegado el alba, me dolía la cabeza y en ella solo se repetía una y otra vez el grito desgarrador que había escuchado la noche anterior. Ese día nunca pudo ser extirpado de mí y me torturó el resto de mis días
El mundo, aún nos odia
Moisés Emiliano Villatoro Marín
Maestría en Estudios Culturales
Joan esperó para que la preparatoria se desalojara. Se despidió de Ismael y se escabulló por la parte trasera de los salones, hacia el taller de soldadura. El monte había crecido y por todas partes había residuos de metal. En cuanto había recibido el mensaje, muchas emociones se revolvieron en su interior porque su sueño se le estaba cumpliendo. Miró el reloj del celular y se contuvo para enviar un mensaje. Pasaron cinco minutos y constantemente miraba a su alrededor, pendiente a cualquier prefecto que anduviera rondando. Pero tenía el pretexto perfecto: «Me escondieron la mochila y vine a buscarla» Pero su cita no aparecía y cuando estaba a nada de irse... —Tssss—volteo y vio a Javier, asomándose por la esquina del edificio. Era un jovencito alto, flaco, de hombros anchos. Joan se le acercó tímidamente y cuando lo tuvo cerca, el aroma de su perfume lo hizo sentirse acalorado. —¿Qué onda? —le dijo. —¿Qué hay? —respondió Joan, dibujando una sonrisa. Llevaba el cabello cortado en un degradado con rayas y eso les daba un aire más anguloso a sus rasgos. Sus ojos, de un café claro bajo unas cejas pegadas al párpado, lo terminaron de atrapar en el hechizo. —Bueno, ya estamos aquí. Y dime pues, de… ¿de qué querías hablar? Javier se le acercó y Joan sentía el pulso bombeándole en el cuello. Estaba nervioso pero excitado de sentir su presencia. Miraba sus labios: gruesos, medio rosados y ansiaba besarlos. Javier estaba a pocos centímetros de su rostro cuando...lo tomó del cuello de la camisa con fuerza y la magia se deshizo de repente. —Escúchame bien, mamón. Ya me tienes harto con tus chingaderas. Estás bien pendejo si crees que tendría algo contigo. —Bueno. Ya entendí. Suéltame. —Tengo tus mensajes y te juro que te voy a funar. Todos saben que los jotitos son bien acosadores. Y a muchos les zurran los chupa vergas como tú. Entonces algo estalló dentro de Joan y lo empujó. Fue tan inesperado que Javier trastabilló y lo jalo con él al suelo. Joan intentó levantarse, pero Javier le pegó una zancada y cayó boca abajo. —¡Ven aquí hijo de tu pinche madre! Mientras se arrastraba, Javier se le encaramó por la espalda. Joan fue quedando boca arriba y Javier aprovechó para dominarlo. —¡Ya te cargó la que tanto querías! Joan intentó quitárselo de encima pero el tipo peleaba bien y en cada puñetazo, el dolor aumentaba. En su desesperación, tanteo el sueño y agarró lo que pudo. Lo golpeó directo al rostro y se oyó un grito. Javier se le quitó de encima, llevándose la mano a la cara. Joan se levantó y lo miró de reojo. El párpado le colgaba como una pestaña postiza y la herida era horrible. —¡Jijo de tu perra madre! Sin perder tiempo, huyó rumbo al portón trasero. La escuela estaba vacía, pero al asomarse por una de las ventanas, miro a uno de los prefectos corriendo en dirección a los gritos. La adrenalina le recorría su cuerpo y al limpiarse la sangre con el antebrazo, vio el pedazo de metal apretado en su puño. Lo tiró y antes que alguien lo viera, salió. Se quitó la camisa manchada y se la amarró a la cintura. En el camino, arrancó una hoja de su libreta y volvió a limpiarse. Cuando llegó a casa, entró sin pena, pues su madre se encontraba trabajando. Se dirigió al baño y encendió la luz para mirarse. Tenía el labio y el ojo inflamados. Se lavó la cara y mientras lo hacía repasaba muchas cosas. “Yo no quería ser así. Pero no me merezco esto. Lo único que hice fue querer a alguien y mira en qué terminó. ¿y todo por qué? ¡Por ser diferente!” Y una por una, muchas frases desagradables desfilaron por su cabeza. Eso de ser gay, lesbiana, bisex, trans o queer es algo más normal. Ya se volvió una pinche moda. De pronto resulta que ya todo el mundo es no binarie o pro lgbt. Hablan de no ser violentos, pero ellos son los primeros en reaccionar violentos. ¡Uy sí! Ya todo es queer. Eso es pura inclusión forzada. Si nadie los apoya todos los demás son pendejos retrasados y además, no se dan cuenta que son productos y objetos de explotación y consumo. “Pero aún no es normal, la gente nos repudia. Cree que tiene derecho de maltratarnos. Como si fuera divertido ser gay, como si fuera chingón mostrarte así en esta sociedad de mierda. Se les hace fácil hablar, pero si supieran todo lo que hay que enfrentar, las cosas serían distintas. Pero la sociedad no cambia tan rápido y más gente sufre y muere ¿Y todo por qué?” Entonces, se le resbalaron las lágrimas. “Porque no hay lugar para ti, Joan. Porque este mundo no está hecho a tu medida, porque no les importa que seas feliz. La gente como tú, no puede vivir en paz” Se quedó sollozando y cuando al fin se calmó, se miró de nuevo. “Pero ya qué. Hay que batallar. Siempre lo hemos hecho y siempre lo haremos, aunque les cague, seguiremos aquí” Se limpió las lágrimas, preparándose para explicarle lo sucedido a su madre y antes de volver a la sala, desbloqueo el patrón del celular y le escribió a Ismael. Tenías razón. El mundo, aún nos odia.
“Tristus Silvadistio”
Zahy Lecona Cordero
Licenciatura Filosofía
Aterrado y confundido el hombre de la chaqueta empolvada despierta. Intenta acostumbrar sus ojos a una luz frente suyo, sin entender lo que sucede. “¿Dónde estoy?” “¿Estoy muerto?” Varios pensamientos le inundan la mente. Una vez acostumbrada la vista, vislumbra lo que parece un bosque, un jardín. Se levanta buscando algo para defenderse, alterado y desconfiado por lo vivido. No encuentra nada, se resigna y sale con cautela, viéndose asombrado por el paisaje delante. Verdes pastos y numerosos arbustos con toda clase de formas, así como columnas y estatuas de mármol adornan el paseo. Observando a su alrededor visualiza dos ríos a los costados del jardín, recorriendo el largo del mismo. El hombre se asoma a ambos.
Una corriente va hacia el norte, llena de aguas puras y cristalinas, instigando calma y felicidad; la otra, que va al sur, muestra aguas carmesíes en un torrente constante, perturbando la mirada por su semejanza con la sangre y aún más al oído por la ausencia del ruido. El hombre de la chaqueta verde se ve obligado a caminar a la orilla del primero. Habiendo avanzado a la mitad del jardín, el cual está rodeado por inmensas paredes de roca cuya altura no puede calcularse, ve delante un puente de madera sencillo, pero cuidadosamente elaborado, preguntándose si el otro lado también tendrá uno. Voltea hacia el este y avanza por el centro de todo, atravesando un círculo de columnas con escalones que descienden un poco para luego volver a ascender. Su sospecha ha sido acertada, al otro lado también hay un puente, un puente techado y con una estética más ostentosa. Se siente tentado a avanzar para admirar su construcción, pero desiste en cuanto mira hacia abajo y se abruma con las aguas de sangre. Ambos puentes llevan a un bosque, bosques aparentemente pequeños dado al límite de los inmensos muros.
El hombre de la barba naciente pasa por el puente de aguas cristalinas y se topa con uno de ellos. Verlo de cerca, al límite del claro, le llena de tranquilidad, calma sus miedos y le embriaga con una sensación de bienestar. Sede ante una presión invisible y camina adentrándose en el mismo, decidido a admirar su belleza hasta toparse con el muro. El tiempo pasa y no encuentra la piedra. “¿Me he perdido? No tiene sentido, el muro estaba muy cerca”. Siente un mínimo indicio de preocupación, miedo tal vez. La mente le está haciendo una mala jugada, por momentos cree escuchar lejanas voces de quienes amó, a veces de quienes odió, y mayormente de quienes lo han lastimado. Por momentos ruidos de amenazantes aviones de combate le obligan a agacharse, y de repente escucha voces de hombres a quienes consideró sus hermanos. Momentos antes de caer en la desesperación, el hombre de la barba canosa sale a prisa del bosque, confundido pues no sabe en qué momento su orientación se vio tan afectada. Se siente extrañamente consternado y con un hambriento deseo por salir de ahí. “¡¿Dónde está la salida?!” Mira en dirección al sur, de donde había venido, y luego hacia el norte. Ambos extremos tienen la entrada de una cueva. La del sur no tiene mayor profundidad, lo sabe pues estuvo ahí.
No queda otra opción más que ir al norte. Atravesando el puente y después el resto del majestuoso jardín, ahora ignorado por la enfermiza sensación que le agobia, el hombre llega a la cueva y se adentra. Paso a paso la luz del exterior se ve minimizada hasta quedar en completa oscuridad. Una vez inmerso e incapaz de encontrar la salida, observa el inicio una claridad otorgada por una especie de linterna, la cual a su vez está seguida por otras cada dos metros y medio, en un camino que parece dar vueltas en espiral y con un descenso poco pronunciado donde fácilmente entran dos a la vez. La sensación de miedo a lo desconocido es constantemente enfrentada por la calma y pérdidas en la noción del tiempo. El hombre del cabello blanco nota cómo el camino en espiral paulatinamente se transforma en una recta descendiente, luego con escaleras. Ha llegado al final del mismo. Frente a él hay un gran puente de roca con faroles.
Se asoma al fondo y se encuentra con el vacío puro, retrocediendo ante el vértigo. La roca del sitio posee gigantes cadenas que llevan hacia una especie de mundo flotante con toda clase de estructuras, y por arriba, prácticamente sujeto al techo, la mitad de otro mundo con un gigantesco castillo que desafía la gravedad. No entiende nada, no quiere hacerlo, sucumbe ante la desesperación y llora desconsoladamente, esperando que todo se acabe. —¿Y qué pasó después? —preguntó la niña a la figura que se ocultaba en las sombras. —El tiempo tuvo piedad de él. Le brindó una calma absoluta a la vez que se convertía en menos que polvo, siendo uno más con la existencia. —¿Entonces, no estaba muerto? —No, no lo estaba. —¿Qué era ese lugar? Algún día lo sabrás, ahora debes de irte a dormir. —¿Me contarás otro cuento mañana? —¿Y quién dijo que era un cuento? Sus ojos comenzaron a sentirse cada vez más pesados hasta que, sin darse cuenta, todo se volvió negro. Se sentía en calma, sin preocupaciones. “¿Es así como se siente morir?” No hubo más ideas, al menos no hasta el amanecer.
“Final”
Eduardo Cortés Ruíz
Licenciatura Comunicación
Y ahí estaba él…
Observando desde una distancia segura, desde el frío del vasto espacio, como si todo era consumido por ese mismo todo. El Ente observaba, rehusándose a despedirse de sus camaradas, compañeros, familia, amigos y toda su raza, quienes afrontaban su propia destrucción inminente, un evento en el que no había más culpables que ellos mismos; puesto que sus contemporáneos, de naturaleza casi divina, con su insaciable hambre de poder y riqueza, desataron guerras y conflictos por todo el universo hasta ese momento conocido, lo que resultaba en la destrucción de planetas enteros y el sometimiento total de sociedades inocentes, quienes sufrirían las consecuencias de los actos y la crueldad de sus nuevos amos. Muchas razas perecieron a causa de la esclavitud, y las que no, morirían de hambre poco después, mientras que estos seres gobernantes vivían en la riqueza y la gloria de sus triunfos. Los conquistadores ejercían tanta tiranía sobre sus esclavos que jamás hubo un solo levantamiento rebelde por parte de estos, o al menos, no uno que se recuerde; como era de esperarse, su imperio se expandió hasta los confines del universo tan rápido y con tanta fuerza, que se vieron en la inusual situación en la que ya no tenían nada más que conquistar, así que lo único que les restaba era enfrentarse entre ellos mismos y acabarse unos a otros sin el mínimo remordimiento, lo que formaría su sexta gran era, la última, antes de que se vieran enfrentados a su karma. La clave detrás de su arrasante conquista y poderío militar yacía simplemente, en su mismo ser, pues estos seres, los autoproclamados Vulne eran de capacidades sumamente asombrosas, con habilidades naturales solo imaginadas por el hombre actual; las cuales constituyeron la base de su cultura, y, por ende, de su sociedad. Cuenta uno de sus informes que, para acabar con uno de los suyos, un líder rebelde extremista, este fue atado a una estrella enana, que luego fue destruida por completo. Era lo común, se decía a sí mismo el “Ente”, quien, siendo impulsado por sus más profundas emociones, empleaba todo su poder para evitar la contracción del universo con sus propias manos, el desgaste era sorprendente, pero la determinación del Ente era aún mayor. Pero, estando a punto de conseguirlo, un solitario pensamiento cruzó por su mente: “¿Qué vendrá después?” ¿En verdad su mundo necesitaba esa última oportunidad? Después de todo, ellos eran un peligro para todos en el universo, incluso, para sí mismos; no había otros culpables de lo que ahora acontecía más que los propios Vulne; destrucción y muerte les seguirían sin importar al lugar que fueran, nunca estarían satisfechos con la sangre derramada, y eran muy obstinados como para cambiar por su bien, menos si el cambio merecía tener compasión por alguien que no fuesen ellos, ¿merecían vivir para morir después solo por su propia mano? O ¿acaso el evento catastrófico que desencadenaron a causa de su egoísta manejo del espacio y la realidad no era el último esfuerzo del universo para borrarlos de una vez de la existencia? El Ente recapacitó, y tomó una decisión que cambiaría el curso del universo para siempre, dejó de sujetar y alejó su ser de la gran masa que yacía ante él para presenciar cómo ésta acababa su ciclo, para después, en el oscuro vacío de la existencia, no haber nada, y de ahí, un gran bang.
Y ahí estaba él...
Observando el inicio de todo…
...Y contemplando su propio final.
El café en las azoteas
Andrés Alexis Cruz Gallegos
Maestría en Estudios Culturales
Estoy sentado, como cada tarde en punto de las cuatro, en la vieja escuela que está en la cima de un pequeño cerro a la mitad del pueblo. Hoy... por contar algo, ha sido un día soleado; he traído una mandarina en vez de una manzana, no porque se me hayan acabado las manzanas, sino porque mañana tendré que levantarme a las cuatro y media de la madrugada para caminar dos horas hasta el pueblo, donde está el transporte que me llevará al otro pueblo donde está el otro transporte que me llevará a mi pueblo, así que aparté la manzana para comerla en el camino Hoy hay tres gallinas rondando en vez de cuatro. Falta la pintita, ojalá no se la hayan comido. Don Jeremías no vino a secar su café. Una pausa. Por las escaleras suben dos señores, y como pasarán frente a mí, me quito los audífonos para saludarlos. Ya que han desaparecido tras la escuela, me doy cuenta de que mi mente está vagando y recorriendo la serranía que me rodea, luego reacciono y pienso: (al menos sé que vemos el mismo cielo). Me coloco los audífonos de nuevo, suena “Requiem for my friend”, de Zbigniew Preisner, que es el disco que me ha estado acompañando cada tarde en los últimos días, abro la libreta y continuo: Minutos antes de las cuatro, cuando salgo de “la casa del maestro” que se encuentra al lado del domo donde todo lo sociopolítico se lleva a cabo, las personas están ya recogiendo su café con el rastrillo de madera. Suelen subir una, dos o hasta tres personas. Alguna vez, la familia completa, dependiendo de los demás quehaceres del hogar y de qué tanto café se haya cosechado. Esta actividad se lleva a cabo, casi siempre, en la azotea de sus casas o en el patio, cuando es de cemento. (En otros pueblos he visto que, ante la falta de espacio, las personas que viven a orillas de la calle, tienen una lona y secan su café ocupando un carril, sin importarles que los carros puedan pasar encima de los granos). Mas hay algunas personas, como don Jeremías, que cosecha más café del que le cabe en su azotea, así que tiene que venir a la explanada de la vieja escuela a secar lo que le resta, que son dos costales. Estoy recargado en una de las pilastras de la escuela que están ya bastante agrietadas por el pasar de los años (recuerdo que don Delio me comentó, cuando yo le pregunté sobre su historia, que ni él sabía cuándo la habían construido. “Cuando yo nací ya estaba así de vieja”, dijo. “¿Y la piensan dejar ahí o la van a tirar?”, le pregunté. “Nooo, ahí la vamos a dejar, es que una vez intentamos tirarla entre todos, pero un señor se cayó desde arriba y después de eso la gente tuvo miedo, entonces ahí la dejamos tranquila”), desde acá observo la gran mayoría de las casas, y a esta hora, mientras escribo esto, aún siguen recogiendo el café tranquilamente. Me he quitado los audífonos para escuchar los sonidos del pueblo... Aves de corral, sonidos domésticos, niños jugando, personas hablando a lo lejos y otras un poco más acá, y, sobre todo, predominando suavemente, los rastrillos sobre los granos de café. Comienzan de una esquina hacia el centro, donde la persona empuja con el borde afilado de su rastrillo para que los granos no se le traben al momento de empujar. El sonido que esta acción produce es hipnotizante, más aún cuando no es una, sino muchas casas las que guardan su café en este momento. Suena como un gigantesco y perezoso cascabel que envuelve cariñosamente al pueblo. Habiendo transformado el rectángulo en una pequeña montaña, tienden un costal a un lado y la persona se agacha para ir metiendo poco a poco, puñados de café. A veces (mujeres casi siempre), suben canastos de mimbre para hacer más fácil este proceso. Después de meter todo el café en los costales, los señores o los hijos más grandes los cargan trabajosamente hasta el interior de la casa, o bien, si bajarlos les resulta muy difícil, resuelven dejarlos de forma vertical en los techos sobre pedazos de madera, cubiertos por un par de lonas, y por último, (ya cuando el sol se ha resguardado tras la montaña, pero ilumina, tenue la parte superior de la montaña opuesta), barren muy bien toda la azotea hasta quedar tan pulcra como un azulejo, y bajan, para refugiarse del frío que comienza a coquetear con el pueblo.
Charla
Sergio Omar Pérez Méndez
Licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericanas
Así que ya has llegado, podría decirse que te he estado esperando por algún tiempo. ¿Gustas tomar asiento en lo que terminamos?, bueno, te prepararé un té y para mí un café, siento no poder ofrecer más para ambientar nuestra última charla. Trata de entender que nunca quise que fuera de este modo, verás, siempre lo intenté, di lo mejor de mí para que esto funcionara. Dios sabe cuánto hubiera querido que las cosas sucediesen de otra forma, que no estuviéramos aquí en este momento, no de este modo claro, pero supongo que tuvo mejores cosas en que ocuparse, mejores planes que idear, eso es lo que todos dicen ¿no? Bueno eso ahora ya no importa. En los momentos que te sentía más cerca mantuve el ánimo, lo más alto que podía, luché porque cada instante valiera la pena, intenté soltarme de todos los yugos con los que he venido cargando hasta ahora, toda mi vida, literalmente, te la estaba poniendo en tus manos para que dispusieras de ella lo mejor que te placiera, pero nunca te acercaste tanto como para asegurarme que estarías conmigo, nunca llegaste del todo para saber que era el tiempo de irme contigo, de dejar todo atrás. Luego desaparecías, así como te habías mostrado. Y cuando estabas lejos, peleaba por mantenerme tranquilo, aunque estuviese tan decaído que no parecía haber mañana, lloraba como no tienes idea, me aferraba a lo que conocía y que nunca, nunca desapareciera nada, mi vida cobraba un poco de sentido (un poco, lo suficiente). Me alegraba en cierto modo ver un nuevo día, aunque no supiera qué me deparaba la noche, ni siquiera si lograría atravesarla, pero heme ahí, esperanzado por saber qué pasaría, incluso hacía planes, sí, sí, ya sé que parece algo ilógico, pero así era, supongo que eran mis momentos de mayor claridad, pues si no eran esos, entonces no sé. Pero entonces, tú aparecías, con tu tez pulcra, para volverme loco otra vez, una y otra vez sucedía lo mismo, cuando luchaba por mi estabilidad, llegabas y echabas a tierra todo esfuerzo, volvía a ser un gusano que se arrastra por la tierra, siguiendo sólo tu estela, esperando que giraras a verme y me dijeras —ven—. Y hoy, por fin te presentas, después de que te añoré, después que te lloré, luego que te aborrecí y te maldije. Has llegado y has entrado a mi casa, como si hubiese sido siempre tuya, como si la hubiese construido sólo para ti, para cuando te dignaras a venir (quizás así fue, qué importa ya). Y vienes con tus vestidos negros, los más oscuros y galantes con los que te he visto (¿eso es señal de que soy especial? Claro tienes razón, no lo soy), pero te hacen ver tan blanca, mucho más que siempre, eres algo hermosa después de todo. Pero ahora, sé que no vienes solo de paso, vienes a quedarte, no, creo que la expresión correcta es que me iré contigo, si, al final de cuentas de eso he estado hablando todo este tiempo. ¿Si estoy listo? Bueno, eso ahora ya no importa, porque realmente no lo sé, ni estoy feliz, ni tampoco me consume la tristeza. Creí estar preparado desde hace mucho, luego tuve miedo y ansiedad, pero ahora estoy tranquilo y creo que con eso basta. ¿Sobre la depresión?, sí claro, hice un gran esfuerzo por sobrellevarlo, pero no he podido, es realmente difícil, es una sombra que nunca se va del todo… Entiendo que el cansancio te domine, yo también estoy agotado, pero en calma, no hay más, espero también puedas calmarte al final. ¿Has terminado tu té? Bien mi último trago de café. Bueno ¿nos vamos ahora? Perdón por haberte hecho esperar. Ahora, que tu guadaña sea certera.
Los 13 besos
Raquel Esther Yelisheba Long del Barco
Licenciatura Lengua y Literatura Hispanoamericanas
Le hubiera gustado poder decidir qué haría ese viernes a las trece horas, pero, según la sociedad, a su edad no podía tomar su destino entre sus propias manos. Se levantó, como de costumbre, a las siete de la mañana, por error o por descuido, con el pie izquierdo. “Hoy es un día maldito.” Susurró su madre. “Finalmente.” Sonrió feliz. Le dio un beso al gato negro de su vecina. Y esperó a que fueran a recogerle. “¿A dónde vas?” Inquirió su madre. “Me llevarán a un lugar donde puedan cuidar de mí.” “¿No quieres estar conmigo?” “¿Me comprarías un helado?” “No.” Contestó con tristeza la madre. “¿Y qué haces?” “Mirarte. Todo el tiempo.” “¿Como cuando me llevabas al parque?” “Sí, mi amor.” “Ya llegaron. Nos veremos pronto, ¿verdad?” “Sí, claro que sí.” Los enfermeros le dejaron a solas en su nueva habitación. Se despidió de su familia, un beso por cada nieto. Se recostó, entre velas, flores e incienso y le dio el treceavo beso a la foto de su madre, por ser su cumpleaños. “Te reservé tu número favorito.” Tomó con un suspiro la mano de su madre. Ambas siluetas se perdían a lo lejos, dentro del reparador sueño, esperando con ansias el día del pan de muerto y champurrado caliente. “¿Me extrañaste? Yo a ti sí, y mucho.”