El Coco

 

 

Duerme, duerme, niño lindo, 
que viene el Coco…

Anton Chéjov.

 

Entré entusiasmado para gozar de mi primer espectáculo circense como todos aquellos chavalos sonrientes y bulliciosos. Fascinado ante aquella novedad de exquisita luz, tenue y multicolor, entre animales salvajes y valientes trapecistas, dando maromas mortales por los aires al verse seducidos ante la comparsa de aplausos. Impetuoso. Mis ojos especulativos se clavaron en el payaso cuando el telón principal se corrió tan despacio como solo él sabe hacerlo. Quedé estupefacto, sin aliento, con el semblante completamente pálido, mis padres preocupados trataron de darme ánimo al explicarme las funciones graciosas e inofensivas de aquel artista. No quería escuchar o quizá simplemente no escuchaba. Al incrementarse mi conmoción, al sentir próxima la presencia de ese bufón con risa mezquina, comencé a tiritar hasta quebrar la frágil vara del algodón de azúcar que sostenía con firmeza por mi mano izquierda, al saber mis dedos libres, ceñí con fuerza la suave muñeca de mamá y me desvanecí sobre la butaca. Al llegar a casa, sin resistencia física, volví a aquel cuarto tapizado con cientos de rostros maléficos de arlequines desquiciados, a la sala obscura de mis pesadillas pueriles, a la habitación donde cada noche de función se me hacía morir con el preámbulo del tétrico rechinar de las bisagras del closet, un crujir cambiante toda vez que las pequeñas puertas opacas ceden hasta encontrarse abiertas, y el guiñol, salido de la penumbra avanza con una delicada morbosidad hacia mi pequeña cama infantil, grávida de suplicios, como otras tantas veces lo ha hecho.