Julissa Janeth Toala Genovez

Lengua y Literatura Hispanoamericana

Esa mañana desperté y no estaba en la cama de mi apartamento, era la casa de mis padres. Los recuerdos de la infancia me invadían, al principio creí que seguía soñando, lo intenté todo para despertar, desde pellizcos hasta cachetadas. Nada funcionó. Resignada, opté por investigar primero el día y el año en el que residía.

Bajé con el pijama puesto y me dirigí a la cocina. Ahí estaba ella, mi hermosa madre. Han pasado años desde la última vez que la vi. Me sonrió como siempre y corrí a abrazarla, me dijo que me sentara para desayunar. De camino al comedor, me paralicé al verlo. También estaba él, mi padre. Quién diría que detrás de esa apariencia de ser amoroso, habitaba un demonio que la llevaría a la muerte.

Después de varias horas, descubrí que mi edad había cambiado a la de una niña de nueve años. Aún no lograba comprender si la vida me brindaba una segunda oportunidad para rectificar el camino y arreglar las cosas, o si era un sueño y nada más.

No había calendarios en casa de mis padres y tampoco un indicio que me señalaran la fecha de este misterioso día, pero intuí que era fin de semana porque no fui a la escuela. Luego de algunas horas, decidí preguntarle a mi madre para resolver este enigma:

—Mami, ¿qué día es hoy?

Ella sonrió, mientras tranquilamente me dijo:

—Es 8 de noviembre, cariño.

Fue entonces cuando lo entendí. Era el fatídico día en que ocurrieron los sucesos qué cambiaron mi vida para siempre.

Era demasiado tarde para alterar el rumbo de los hechos, padre ya se había ido y eso no se podía cambiar, debía encontrar la manera de sacar a mi mamá de la casa, pero una niña de nueve años no tiene tanto poder sobre los adultos.

Más pronto de lo esperado, cayó la tarde. La hora se acercaba.

—Mami, vamos al parque— le dije con mucha ansiedad.

—No, mi cielo, ya es tarde y tu padre no tardará en llegar— me contestó.

La fuerza que ejercía mi padre sobre mi mamá era absoluta y ella no podía salir de casa si él no se lo permitía.

—¡Por favor, mamita, vamos al parque, es necesario! — le rogué con lágrimas en los ojos.

Cada vez faltaba menos.

—No, mi cielo, cuando venga papá le decimos que nos lleve mañana.

Comencé a llorar ante la inminente verdad que se acercaba con pasos estridentes.

De pronto, padre abrió la puerta de la casa, estaba ebrio, más de lo que nunca había estado, vio a mamá, le exigió comida, luego me vio, pidió que me sentara en sus piernas, me negué sabiendo lo que venía ahora, mi mamá me empujó hacia él y dijo que no lo hiciera enojar.

Lo hice, me senté en sus piernas, mi mamá fue a la cocina dejándonos solos. Él comenzó a tocarme descaradamente, comencé a llorar.

Al escucharlo, mi mamá lo vio todo, los hechos se repetían.

Él se enojó por mi llanto, ella intentó defenderme, la golpeó hasta dejarla en el suelo, mi mamá lloraba, en seguida, padre se dio la vuelta y empezó a bajarse los pantalones, ella no lo dudó y lo golpeó en la cabeza con un jarrón, me tomó de la mano y corrimos, salimos a la carretera. Padre nos perseguía, yo sólo cerré los ojos con fuerza. Cuando los abrí me encontraba de nuevo en mi cama, las lágrimas caían sobre mi rostro. Fue sólo el recuerdo de los hechos pasados. Vi mi teléfono y era 8 de noviembre.

Si tan sólo mi madre lo hubiera dejado antes.

—Se hace tarde, debo visitar el panteón.