Sayuri Franco Osorio
Comunicación
Empezó a llorar. Su cálido sonido navegó por las paredes y flotó por las tuberías, las ventanas y el suelo. Una araña había hecho de su cuerpo una guarida: la escuchaba trabajar por las noches. La tremebunda soledad le causaba escalofríos junto con aquel insecto, y se oía el nostálgico eco cada vez que recordaba cuan abandonado se encontraba, saliendo su llanto por la campana.
Tumbado en la esquina del sótano, rememoraba su juventud.
-¿Has sido tú?, preguntaron, abriéndose la puerta.
Una refrescante luz amarilla en el suelo iluminó la pequeña estancia. El anciano caminó hasta él, sujetándolo por la boquilla para levantarlo.
No quería ser tocado por ese viejo. Si acaso era tozudo, su orgullo nadie podría derribarlo, profusamente inmerso en el recuerdo de otras manos que lo transformaron e hicieron de su melodía el más bello sonido.
Era entonces, una denigración, que aquel frágil hombre lo mirara melancólico y desconsolado, con la ruptura reflejada en los ojos del anciano como un espejo.
Percibió el escozor en su metálica forma.
-Yo también la extraño, ¿sabes? me ha resultado difícil no sentir su presencia. –Suspiró-. Pero puedo aprender a recordarla.
Sosteniéndose del bastón y dándose la vuelta, el ser longevo llevaba inmortalizadas aquellas memorias y aquellos sonidos perfectos salidos del aparato musical que ahora tenía consigo. Jamás podría hacerlo suyo: sabía de antemano que habría una diferencia descomunal a pesar de seguir las partituras al pie de la letra.
Sin embargo, el saxofón no estaba del todo en desacuerdo:
“Si tanto amabas a este hombre, querida, haré mi último esfuerzo”.