Inés López Martínez
Lengua y Literatura Hispanoamericanas

 

“Desde el arrullo de una sigilosa estrella, cuento los versos que me hacen falta para llegar a ti.”


Así dió inició la carta que nunca pude enviar. Los meses pasaron frente al marco de la ventana. Las hojas caían y el viento las arrastraba. Nada novedoso ocurría más que su ausencia. Con novedoso me refiero a que, a pesar de haberse ido desde hacía mucho, cada día era una experiencia completamente nueva. Extrañaba conversar con ella durante horas y contemplarla a contraluz, su silueta magnificaba cada espacio en el que se hiciera presente.


Todos mis amigos me llevaron a un sinfín de lugares para conocer a nuevas personas y poder borrar su recuerdo de mi memoria. Sin embargo, cada intento resultaba tan fallido como el anterior. Mi vida diaria se convirtió en una repetitiva y sofocante rutina. Caminaba sin rumbo fijo, la ciudad poco a poco se llenaba de edificios de papel. De papel manchado y planas de periódicos.


Tomé por costumbre ahogar gritos en cualquier actividad que me mantuviera ocupado. Formé inimaginables historias coloreando nubes que la lluvia constantemente se encargaba de borrar.


Sin consuelo alguno, desempolvé la vieja máquina de escribir que me heredó mi padre, nada me hacía más feliz que trasnochar sentado en el rincón de aquel cuarto olvidado jugando con letras para crear palabras. Viviendo otras realidades, comencé a apreciar la mía, aprendí a valorar la calma y la basta soledad. Progresivamente, volví a recorrer las calles que había olvidado, comencé a llenar de color aquellos edificios en blanco.


La vida parecía más tranquila y menos llena de dolor. Hasta que un día como cualquier otro, tomé un pequeño paseo por un parque cercano a mi hogar, estando ahí la vi trotando con suma felicidad. No era ella, pero sabía que debía serlo.


Después de ese pequeño encuentro dediqué horas a rememorar ese momento. Las flores, el pasto, el sol brillante hablaban de una ocasión especial. Al día siguiente acudí al mismo espacio, a la misma hora en que la encontré. Elegantemente vestido pretendía toparla con el cabello completamente recogido, ropa deportiva, inmersa en su andar al ritmo de la música que sonaba en sus oídos. Esperé diez, veinte minutos, una hora y nunca apareció.


Sin perder el ánimo acudí un par de días más sin encontrar respuesta alguna. ¿Quién era ella? ¿dónde estaba? ¿por qué no fui capaz de cruzar palabra en el instante que la vi? Cientos de interrogantes se apoderaban de mi mente a cada instante.


Noche y día pensaba en la manera de hallarla, después de muchos intentos, decidí regresar a los edificios de papel. Sobre los hermosos colores que plasmé anteriormente; escribí momentos, instantes, tiempo, todo lo que mi mente pudo imaginar, con la esperanza de que ella me leyera. Me quedé vació, falto de imaginación y de lo que se podría llamar, inspiración. El tiempo seguía transcurriendo, no hallaba rastro de ella, poco a poco perdí la esperanza de volver a verla, de que leyera cada palabra que escribí en honor a su recuerdo.


Como último intento desesperado, recorrí cada edificio en donde había escrito, la gente pasaba, parecía observar un vasto mural. Fotografiaban cada espacio, contemplaban la belleza de una agobiada alma. Todo parecía resumirse como la concatenación de una experiencia de, ¿amor y búsqueda frustrada?
Al llegar al final de los edificios pude percatarme de que hacía falta uno, era una pequeña casa de papel blanco que no había sido llenada ni de colores ni de letras. Con suma paciencia, la pinté de los colores más hermosos que encontré, tonalidades brillantes que se mezclaban entre sí. Aquella pequeña casa se llenó de una insaciable luz.


Antes de finalizar mi trabajo, noté que ninguna frase acompañaba los exquisitos colores. Pasé horas frente a la vivienda intentando decidir qué podía escribir. Mi corazón y mi mente estaban cansados. No podía redactar otra cosa que no estuviera ya plasmada. Con la certeza del mundo decidí escribir las dos primeras líneas de una carta que mucho tiempo atrás no envié, pero siempre guardé conmigo. Al culminar esta tarea, me retiré a observar mi creación -Es muy bella. Dijo una voz detrás de mí. -Es bastante agradable. Respondí.


Sin mirar hacia otro lugar que no fuera aquellas sublimes frases que ahora respondían a la despedida de un amor viejo, aprobé conmigo mismo dar por cerrado aquel breve capítulo fallido, el de la búsqueda insaciable de la mujer que vi en el parque.


Absorto en mis pensamientos, me retiré lentamente de la vivienda. Caminé un par de pasos y casi por instinto dirigí la mirada al espacio que abandonaba para darme cuenta que la mujer que había halagado mi trabajo era la misma que vi en el parque. Apresuré el paso para alcanzarla antes de que se perdiera en las infinitas calles, su mirada topó con la mía durante un par de segundos, al momento de intentar cruzar la calle, un automóvil me interrumpió y, nuevamente la vi desaparecer.