Steve Francisco Hernández Gómez

Lic. Lengua y Literatura Hispanoamericanas

 

A pesar de todo, no ocurría nada. La tierra reflejaba la bastedad del cielo entristecido; el sepulcro, ya olvidado, se consumía por las viles marcas de la herrumbre. Frente a este sola una sombra depositaba ramos de imperecederas flores en la estela. Devota se limitaba a contemplarle con quietud. Mientras lo hacía, la inscripción vaga de su nombre se deformaba en las últimas palabras del difunto.

Brian... «Soy infeliz, ya no eres digna de mí»

Y una fina lágrima surcaba el rostro de María, para contar la historia.

 

I

 

El inconfundible vocerío del chajá invadía las fronteras del desierto, extendiéndose al compás de los últimos alaridos de la tarde. Sobre el potro, contrario a ellos, esperaba Brian, lanza en mano, con halo de orgullo incontenible. Galopando en su caballo, esquivaba uno, arribaba otro, emanando de pronto entre las espesas nubes de polvo que se levantaban. Cuerpos sin luz, con la sangre turbada por la arena, caían al paso del cristiano, hendidos con su lanza. Sin embargo, tejió trágicamente el destino, la fatalidad y bajo el ataque de incontables guaraníes, cayó perdido el cuerpo del varón, poseyendo entero el pueblo: los salvajes, sin más rastro que el fuego y las cenizas. Y Brian, ¡pobre cautivo!, en la infinidad del desierto, quedó sólo con los ojos viendo inútilmente hacia la noche.

 

Le parecía estar muerta porque su espíritu le había sido arrebatado. Una mancha impía rondaba su cuerpo desnudo. Frente a sí, desollados los niños con la inocencia devastada y el cuerpo entero embalsamado por la arena. Todo lúgubre, con la marca del pecado salvaje. ¡Pobre María, desmerecida ya a su nombre! Posaba bajo la lluvia, inútil. Maldiciendo el nombre de los indios, clamando el nombre de Brian, creído muerto junto a su esperanza. Y entre la silueta vaga de los montes, como un sol que entre la noche ardiera, respondiendo se asomaba la voz: «¡María!». Su cuerpo marchitado se levantaba, sosteniendo la daga que antaño tomó de las manos de Brian, con los ojos viendo decididamente hacia adelante.

 

Como un rayo que brillara con sigilo, el filo de la daga se clavaba en el pecho de los indios, derramando la espesa sangre sobre los dedos níveos de María.

Sin cuenta alguna, dormían los otros, colmando el tiempo con un ronquido azorante. Andaba cautelosa con sus pasos, únicamente sentidos por la arena. Muertas las hogueras, adormecido el estrado maldito, contempló lejana la figura del varón ennoblecida por los rayos que la luna trazaba por su rostro.

—María, tú has venido...

—Sí, estoy aquí y he venido para quedarme contigo hasta en la muerte...

—¿Hasta en la muerte dices? si yo ya estoy muerto, y mi cuerpo no es más que la presa del inculto salvaje; he perdido, hoy no merezco compartir contigo el alma.

—¡Qué importa cómo esté tu cuerpo!, en mí nada has perdido. Yo te quiero, y te lo digo, ¡hasta en la muerte!

Y con una caricia placentera, limpió el rostro ensangrentado de Brian.

 

IV

 

Atrás dejaron la crueldad del desierto. Brian desvaneciéndose sobre los hombros de María, ella, tenaz, inquebrantable...

—María, espera, hay algo.

Se detuvo. No dejando de lado su delicadeza, posó el cuerpo del varón, entre el lecho más perfecto que pudiera hallarse en las tinieblas.

—No desesperes, estamos cerca. Y si los indios aquí a nosotros encontrar pudieran, yo, con este puñal, te juro...

En la sombra de María no existió respuesta más clara que el silencio.

—No lo digas. Déjame. No me es dado quererte.

—Brian... —Soy infeliz, ya no eres digna de mí.