Karime Linette Ramos Gómez
Lic. en Comunicación
Cuando era apenas un niño conocí a un hombre de edad avanzada al que pronto consideré mi amigo, le tomé aprecio, pues no le molestaba mi compañía ni mi curiosidad por su trabajo. Usaba un bonito bastón que él mismo hizo, no era carpintero, pero conocía muy bien el oficio, tenía la cara arrugada y canas hasta en las pestañas.
Se dedicaba a hacer artesanías con barro, ámbar, madera y otras combinaciones muy ingeniosas. Contaba que en su juventud fue herrero, pero con frecuencia cambiaba la historia, a veces decía que fue electricista, que trabajó en las minas, que fue panadero o que reparaba autos.
Quizás fue un poco de todo, o puede que la vejez haya afectado su memoria. A pesar de eso, no me cabe la menor duda de que fue todo un aventurero. Adoraba oír sus historias, las contaba con una emoción que me imaginaba a mí mismo estando en ellas. Incluso ahora que han pasado años las recuerdo perfecto, en especial la que marcó mi infancia, ese relato del día que la luna casi dejó de brillar.
Dijo, que en una de sus caminatas nocturnas notó que el camino se hacía oscuro; se desconcertó y miró hacia arriba, entonces se dio cuenta de que la luna se veía triste, su brillo disminuía cuando debía brillar más que otros días. Subió una pequeña colina y ahí conversaron durante un largo rato, así ella le confesó que había caído en una grave enfermedad incurable. Me dijo que eso lo preocupó, porque sin la luna el mundo estaría perdido. Además, le tenía mucho aprecio, pues eran buenos amigos y los dos estaban solos.Ese día él me confío el secreto de que iría a cuidar de ella personalmente.
Al principio me gustó la idea, pensé en lo divertido que sería flotar en el espacio y saludar a las estrellas, pero cuando me dijo que no volvería cambié de opinión. No quería que me dejara. Lo extrañaría.
Día tras día iba a buscarlo, le ayudaba a pulir y decorar sus piezas, le prometí ser de utilidad en su trabajo para que no se fuera, pero nada lo hacía cambiar de opinión.
La última vez que traté de convencerlo con toda la clase de ofertas y trucos que se me podían ocurrir, me propuso que cuando yo creciera podría ir a visitarlo; lo consideré. Me emocionó la idea de jugar allá arriba, sin embargo, sentí que faltaba mucho para eso, no quería esperar tanto.
Varios días después de buscar métodos y planear travesuras que lo mantuvieran aquí en la Tierra, salí de viaje. No tardamos mucho, dos noches en casa de una amiga de mamá, pero cuando volví a buscarlo en el lugar donde ofrecía sus artesanías no lo encontré, de inmediato supe a dónde había ido.
Se había marchado. No mencionó cuándo se iría. Sentí una mezcla de tristeza por no haberme despedido y alegría al imaginarlo saludando a las estrellas. Ya soy un adulto, veo las cosas diferente, pero aquella historia marcó mi vida.
Estudié, trabajé, fui herrero, carpintero, electricista y todos los empleos temporales que me permitieron pagarme mi aprendizaje. Conseguí una beca y logré estudiar astronomía. Ahora estoy a punto de adquirir el trabajo que siempre quise. A veces, en mis caminatas nocturnas me quedo observando a la luna, sabiendo que él sigue ahí, cuidándola, salvando al mundo, brillando juntos y haciéndose compañía.