- Zahy Lecona Cordero
Lic. en Filosofía
Aquella mañana de otoño el cielo estaba especialmente nublado. La ventana, ligeramente empañada, mostraba las gotas remanentes de una noche tormentosa. Una llovizna prometía continuar indefinidamente. Hoy sería un día lluvioso.
En la cama cercana a la ventana yacía una niña sentada, observando perpleja una máscara blanca que sostenía entre sus manos.El sonido de una puerta abriéndose detrás de ella llamó su atención. Desde el marco, un muchacho de ojos grises como los suyos le sonreía.
—¿Estás lista? Nos están esperando.
Mientras bostezaba, la niña asintió. Bajó de la cama dando un brinco, tomó su mochila, guardó la máscara dentro y, antes de seguir al joven que ya se escuchaba a lo lejos, incluyó un conejo de peluche.
Salió de la habitación y descendió por las escaleras cautelosamente, asomándose a la sala cuando se encontró en el último tramo.
—Mamá no está aquí, vamos.
Esbozó una pequeña sonrisa, terminó de bajar y ambos salieron. Las calles estaban mojadas. Cientos de personas iban y venían desde todos lados en una danza de paraguas que, a veces, chocaban entre sí. Los charcos ocultos se cobraban los zapatos de los más infortunados y, para evitar resbalarse, la pequeña se veía forzada de vez en cuando a andar cuál pingüino.
Al cabo de media hora caminando, los hermanos se detuvieron frente a un local en cuyo letrero podía leerse “Blackwood: libros y algo más”. Al entrar, el sonido de una campanilla en la puerta alertó a una pareja de señores, quienes eran dueños del lugar. El muchacho se acercó al mostrador para hablar con ellos a la vez que ella se dirigía a la parte trasera de este, pues, mientras él acudía a la escuela y posteriormente se iba al trabajo, los señores la cuidaban.
—Te veo en la noche, ¿vale? Te quiero.
Desde el otro lado y haciendo un pequeño baile que consistía en simplemente girar de lado a lado, la niña abrazó fuertemente a su conejo, mirando a su hermano con ternura y esperando verle pronto.
La mañana transcurrió como de costumbre. La señora Blackwood preparó unos panqueques para desayunar. El señor Blackwood le entretuvo pidiéndole ayuda para desempacar unos libros nuevos, etiquetarlos y acomodarlos en los estantes.
Cuando ambos estaban ocupados atendiendo clientes, la niña se la pasaba dibujando con crayones, interactuando con algunos juguetes didácticos que estaban en exhibición o leyendo algunos libros infantiles. Ocasionalmente, le echaba un vistazo a los libros más complicados, esperando poder entenderlos con mayor o menor éxito.
Cerca de las 4 y luego de haber almorzado el movimiento en la tienda era inusualmente alto. Aventurándose por los pasillos, la chiquilla intentaba ignorar el ruido ocasionado por las múltiples personas hablando, niños quejándose por el aburrimiento y madres que les regañaban por el escándalo que hacían. El estrés se vio interrumpido cuando, por un momento, todo el ruido se vio opacado por el de un cascabel, el cual sonaba cada poco segundo. Había algo en él, algo que no podía entender qué era, pero que le volvía distinto a cualquier otro sonido semejante, instigándole a buscar su origen.
Buscó y buscó, en los pasillos inferiores, debajo de las mesas, en las estanterías y en los libreros. Nada. La niña comenzaba a rendirse cuando el sonido volvió a repetirse más cerca que nunca, dirigiendo la mirada hacia uno de los pasillos y topándose con un gato azul ruso sentado al fondo de este, quien parecía observarle atentamente.
—¿Quién eres?
Una voz que parecía provenir del animal le preguntaba.
—¿Quién eres?
—Me… Me llamo Sarah…
—No pregunté por tu nombre.
El felino se puso de pie y se marchó. Sarah, aun sin entender lo que pasaba, optó por seguirle, sintiéndose especialmente curiosa.El negocio de los Blackwood se encontraba justo a lado de su casa desde hacía mucho tiempo, así que ambas propiedades estaban conectadas. Pasó por la cocina, luego por el comedor, la sala y finalmente al vestíbulo. La puerta principal estaba parcialmente abierta, con el gato mirándole desde afuera.
—¿Quién eres?
El gato volvió a preguntar.
—¿Heather?
Contestó insegura.
—Apenas y te acercaste.
Ambos se quedaron viendo por un momento. Los gatos no suelen tener un aspecto tan expresivo, aunque ella estaba casi segura de que este, o quizá “está” por el tono de la voz, le miraba con cierto enojo e impaciencia.
Tal vez quiere que le siga”, pensó.
—¿Tal vez?
Heather dio un brinco por el susto y la impresión. Estaba frente a lo que parecía ser un gato mágico, o algo que no sabía si le asustaba o le encantaba. Regresó a la sala para guardar el conejo en la mochila y ponérsela. Luego de esto, se asomó para comprobar si el animal seguía ahí.
No había nada. La puerta ahora se encontraba casi abierta en su totalidad. Un sentimiento emergente de tristeza fue sofocado cuando aquel sonido de cascabel volvió a escucharse. Miró en dirección a la cocina, donde estaba la puerta para ir a la librería, y luego hacia la calle. El cascabel sonaba cada vez más lejos.
La niña comenzó a dudar, sintiendo cierto temor. El recuerdo de una cálida voz resonó en su mente: “Cuando decidas adentrarte a lo desconocido, usa esto. Recuérdame y nada te lastimará.” Tomó la máscara de su mochila y se la colocó, armándose de valor.
Cerró la puerta, saliendo a la calle con su impermeable azul, perdiéndose entre la lluvia.