“Tristus Silvadistio”
Zahy Lecona Cordero
Licenciatura Filosofía
Aterrado y confundido el hombre de la chaqueta empolvada despierta. Intenta acostumbrar sus ojos a una luz frente suyo, sin entender lo que sucede. “¿Dónde estoy?” “¿Estoy muerto?” Varios pensamientos le inundan la mente. Una vez acostumbrada la vista, vislumbra lo que parece un bosque, un jardín. Se levanta buscando algo para defenderse, alterado y desconfiado por lo vivido. No encuentra nada, se resigna y sale con cautela, viéndose asombrado por el paisaje delante. Verdes pastos y numerosos arbustos con toda clase de formas, así como columnas y estatuas de mármol adornan el paseo. Observando a su alrededor visualiza dos ríos a los costados del jardín, recorriendo el largo del mismo. El hombre se asoma a ambos.
Una corriente va hacia el norte, llena de aguas puras y cristalinas, instigando calma y felicidad; la otra, que va al sur, muestra aguas carmesíes en un torrente constante, perturbando la mirada por su semejanza con la sangre y aún más al oído por la ausencia del ruido. El hombre de la chaqueta verde se ve obligado a caminar a la orilla del primero. Habiendo avanzado a la mitad del jardín, el cual está rodeado por inmensas paredes de roca cuya altura no puede calcularse, ve delante un puente de madera sencillo, pero cuidadosamente elaborado, preguntándose si el otro lado también tendrá uno. Voltea hacia el este y avanza por el centro de todo, atravesando un círculo de columnas con escalones que descienden un poco para luego volver a ascender. Su sospecha ha sido acertada, al otro lado también hay un puente, un puente techado y con una estética más ostentosa. Se siente tentado a avanzar para admirar su construcción, pero desiste en cuanto mira hacia abajo y se abruma con las aguas de sangre. Ambos puentes llevan a un bosque, bosques aparentemente pequeños dado al límite de los inmensos muros.
El hombre de la barba naciente pasa por el puente de aguas cristalinas y se topa con uno de ellos. Verlo de cerca, al límite del claro, le llena de tranquilidad, calma sus miedos y le embriaga con una sensación de bienestar. Sede ante una presión invisible y camina adentrándose en el mismo, decidido a admirar su belleza hasta toparse con el muro. El tiempo pasa y no encuentra la piedra. “¿Me he perdido? No tiene sentido, el muro estaba muy cerca”. Siente un mínimo indicio de preocupación, miedo tal vez. La mente le está haciendo una mala jugada, por momentos cree escuchar lejanas voces de quienes amó, a veces de quienes odió, y mayormente de quienes lo han lastimado. Por momentos ruidos de amenazantes aviones de combate le obligan a agacharse, y de repente escucha voces de hombres a quienes consideró sus hermanos. Momentos antes de caer en la desesperación, el hombre de la barba canosa sale a prisa del bosque, confundido pues no sabe en qué momento su orientación se vio tan afectada. Se siente extrañamente consternado y con un hambriento deseo por salir de ahí. “¡¿Dónde está la salida?!” Mira en dirección al sur, de donde había venido, y luego hacia el norte. Ambos extremos tienen la entrada de una cueva. La del sur no tiene mayor profundidad, lo sabe pues estuvo ahí.
No queda otra opción más que ir al norte. Atravesando el puente y después el resto del majestuoso jardín, ahora ignorado por la enfermiza sensación que le agobia, el hombre llega a la cueva y se adentra. Paso a paso la luz del exterior se ve minimizada hasta quedar en completa oscuridad. Una vez inmerso e incapaz de encontrar la salida, observa el inicio una claridad otorgada por una especie de linterna, la cual a su vez está seguida por otras cada dos metros y medio, en un camino que parece dar vueltas en espiral y con un descenso poco pronunciado donde fácilmente entran dos a la vez. La sensación de miedo a lo desconocido es constantemente enfrentada por la calma y pérdidas en la noción del tiempo. El hombre del cabello blanco nota cómo el camino en espiral paulatinamente se transforma en una recta descendiente, luego con escaleras. Ha llegado al final del mismo. Frente a él hay un gran puente de roca con faroles.
Se asoma al fondo y se encuentra con el vacío puro, retrocediendo ante el vértigo. La roca del sitio posee gigantes cadenas que llevan hacia una especie de mundo flotante con toda clase de estructuras, y por arriba, prácticamente sujeto al techo, la mitad de otro mundo con un gigantesco castillo que desafía la gravedad. No entiende nada, no quiere hacerlo, sucumbe ante la desesperación y llora desconsoladamente, esperando que todo se acabe. —¿Y qué pasó después? —preguntó la niña a la figura que se ocultaba en las sombras. —El tiempo tuvo piedad de él. Le brindó una calma absoluta a la vez que se convertía en menos que polvo, siendo uno más con la existencia. —¿Entonces, no estaba muerto? —No, no lo estaba. —¿Qué era ese lugar? Algún día lo sabrás, ahora debes de irte a dormir. —¿Me contarás otro cuento mañana? —¿Y quién dijo que era un cuento? Sus ojos comenzaron a sentirse cada vez más pesados hasta que, sin darse cuenta, todo se volvió negro. Se sentía en calma, sin preocupaciones. “¿Es así como se siente morir?” No hubo más ideas, al menos no hasta el amanecer.